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Cuento: una cuestión de equilibrio

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Por: James Arias*.


Si todo el mundo fuera como don Serafín Peñuela, seguro viviríamos en un completo paraíso. Eso piensan sus vecinos, familiares y amigos. El consenso general es que Serafín Peñuela es un santo o, por lo menos, está hecho del mismo material celestial que los santos. Además, su aspecto es el epítome de la pureza, de la bondad. Podría decirse que si se busca la palabra bonachón en un diccionario ilustrado, debería salir una foto suya acompañando la definición. Sus mejillas coloradas y brillantes, su vientre prominente, su calva monacal, su corta estatura, sus manitas regordetas, sus piececitos diminutos, siempre enfundados en zapatos negros, redondos, y de plataforma como de caricatura, su ojillos calmos como de bovino… y esa vocecita dulce y pausada… Ya uno entiende por qué tiene tanto éxito como agente de finca raíz. ¡No hay quien se resista a sus encantos!

En resumen, es una de esas personas que, solo con verlo, lo ataca a uno la expresión: no mata ni una mosca. Bueno, por lo menos hasta se cuida de no pisar ni una hormiga cuando sale de su casa a través de su bonito jardín. Porque claro, su casa también es adorable. La verjita blanca rodeando los geranios, anturios, begonias, dalias… la mezcla de techo rojo con fachada blanca de su casa… Incluso dicen que él mismo, regla en mano, supervisó la alineación de cada una de las tejas de barro cocido del techo.

Y a que no adivinan quién es el primero en alzar la mano cuando piden voluntarios de la recolecta anual de fondos para los pobres; o para ayudar con los preparativos de la Semana Santa; o para repartir regalos, disfrazado de Papá Noel, en los orfanatos de la ciudad, o para ir, de casa en casa, concientizando al vecindario sobre las ventajas del ahorro de energía…



Claro, como era de esperarse, en el bazar previo al Día de la independencia, le fue otorgada una placa conmemorativa y una medalla al mérito ciudadano, por parte de la junta vecinal y de manos del personero municipal. Y fiel a su fama intachable de santo urbano anónimo, con humildad solo dijo que, por favor, no lo adularan, que no merecía tanto homenaje, “solo soy un emisario de nuestro señor, el equilibrio. Amigos, el blanco necesita del negro, el sol de la noche, el dulce de la sal… el mal del bien...

De otra manera, el universo quedaría cojo y a la basura iríamos a parar”. A lo que la concurrencia respondió con una sonora risotada al unísono, aplausos complacidos y chiflidos de gozo, ante las ocurrencias del héroe del barrio. Encima de ‘bueno como el pan’, gracioso.

Y, a propósito de su fijación con el ying y el yang, nadie nota ciertos detalles que, en nombre de la armonía y el balance universal, don Serafín Peñuela suele llevar a cabo, con rigurosidad. Por ejemplo, se cambia el reloj de muñeca, día tras día: lunes en la derecha, martes en la izquierda, etc. Usa siempre un calcetín negro y uno blanco, que generalmente cubren sus zapatitos de muñeco de feria. Lunes, blanco en el pie izquierdo; martes, en el derecho… Jamás abre una puerta con la misma mano, primera puerta del día con la derecha, segunda con la izquierda… Así mismo, programa su reloj despertador para que suene a medianoche y poder dormir primero a la derecha de su cama, y luego a la izquierda.

Por supuesto, ciudadano ejemplar y prójimo intachable, piensa que es él quien debe hacer el supremo sacrificio con tal de mantener el equilibrio del cosmos. Él, solo él, nadie más. Así que cada año, cada Navidad, en su periplo por los orfanatos de la ciudad, disfrazado como el icónico panzón de barba blanca y uniforme rojo, siempre tiene el cuidado de acompañar uno de sus obsequios con un paquetito de golosinas. Dulces, colombinas, chocolates, galletas, gomitas, chicles… uno de los cuales irá impregnado de veneno para ratas.


*Periodista y Escritor colombiano.


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