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Los asesinos o el perfecto minimalismo

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Por: Reinaldo Spitaletta


Hace años, como que estaba terminando la adolescencia, cuando leí por primera vez Los asesinos, de Ernest Hemingway, pensé que era una tragedia inconclusa, en la que el destino, sobre todo el del hombre que iba a ser “matado”, era ineludible. Solo se trataba de una prórroga. Si se había salvado de que lo tirotearan los dos sujetos de abrigo que habían entrado al restaurante Henry (antes un bar), era asunto de suerte.

El cuento, una lección de cómo usar el diálogo, me impresionó en aquellas temporadas en las que todavía no había escuchado hablar de sicarios, aunque aquí y allá había asesinos y otros desalmados. Después, cuando ya leía más allá de la peripecia y de los anecdotarios, y aprendí a buscar datos escondidos, sugerencias, ambientes y otras informaciones, vi que en aquel pueblo llamado Summit, cuya traducción (bueno, suponiendo que los nombres propios tengan traducción) era así como cima, pináculo, montaña, me condujo a tener la idea fugaz de que si hubiera sido donde yo habitaba entonces, el poblado se llamaría Quitasol, pero el cuento tal cual como lo bautizó su creador.

El título, para iniciar por ahí, es el más adecuado. No se podría llamar Al y Max, por ejemplo. Tampoco Ole Andreson, o el hombre que espera la muerte. No. Los asesinos. Y punto. En este pueblo, en el que se siente una opresión producida más por el vacío que por la abundancia de habitantes, por ejemplo, hay un tranvía. El restaurante, en el que el cocinero es un negro al que ninguno se refiere a él por el nombre, excepto el narrador en tercera persona, tiene un espejo justo al otro lado del mostrador que, según el narrador, es porque antes allí había funcionado un bar. Se pudiera pensar, sin gastos de mucha materia gris, que en un bar pudiera haber más jaleo que en un lugar de comidas.

Parecería que allí, en aquel pueblo, no pasa nada. La aparente calma del Henry se va alterando con el ingreso de dos presuntos clientes, con gabán, con abultamientos en el mismo, que abrieron la puerta y se sentaron ante el mostrador. Hay preguntas sobre lo que quieren, hay dudas en los dos. Se sabe que está oscureciendo. Los tipos, lo sabemos en el tercer párrafo, han leído la carta y están hablando con George. Más allá, y con sutileza se van introduciendo los otros personajes, está Nick Adams, que, como sabrán todos los lectores de Hemingway, era una suerte de alter ego del escritor y que aparecerá en otros relatos, como decir, uno que es maestro también: Campamento indio.

Las provocaciones, muy medidas, sin alteraciones de personalidad ni de genio, van surgiendo de parte de los dos visitantes. Nos enteramos, con sutileza, que en la pared hay un reloj, sabemos la hora que allí muestra, pero después se sabe que el reloj está adelantado veinte minutos, dato nada superficial. Los diálogos suceden en torno a lo que desean comer y beber aquellos dos que aparentan sangre fría y control de la situación. Hay un dato sobre el clima (hace calor y casi al final el lector sabrá que es un día de otoño). La conversa sucede en torno a lo que se sirve, a lo que no hay en el restaurante, a lo que ofrecen y no cumplen, todo con una exactitud en las palabras, en los gestos, sin ningún exceso. Todos, los que entraron y los del comedero, hablan sin abundancias.

De una manera que va en crescendo, la tensión aparece según las palabras, las órdenes, las miradas, alguna imprecación. Los dos hombres toman control del interior, tanto de la parte de las mesas y mostrador como de la cocina. Y de pronto, se suelta la intencionalidad de los forasteros: “vamos a matar un sueco”, dijo Max. Se desgrana el nombre del que van a asesinar, se sabe que casi siempre llega a lo de Henry. Los visitantes tienen el control de todo. En la cocina, dejaron al negro y a Nick, amarrados, con la boca tapada con toallas. Y todo el que entre a pedir algún servicio, ya George, instruido por los asesinos, le tendrá que decir que el cocinero no está.

El cuento, que llega a altas cumbres de suspenso, está determinado por el tiempo, por un reloj que avanza y que hace que al fin de cuentas los asesinos salgan del restaurante, que el sueco no llegue y que, como una especie de “tour de force”, el muchachito Nick vaya a buscar al sobreviviente en una pensión. La utilería es nombrada y usada, como en el buen teatro. Nada aparece gratis. Todo tiene una funcionalidad, unos empleos, no es solo decorado.

Las pistas que da el narrador llevan a sospechar que el boxeador de los pesos pesados haya cometido una trasteada a gente malosa de Chicago; también a que ya haya llegado al tope de la existencia, de que para él ya nada tiene remedio ni sentido, y lo inexorable no se puede eludir. En la creación de este cuento, que cumple con todas las prescripciones modernas del género (tensión, intensidad, un asunto, un conflicto…), Hemingway renueva su talento para la narración corta y pone al lector en vilo. Maestro en la economía del lenguaje, en mostrar acciones, en no adjetivar, torna a Los asesinos en una breve obra de elevada alcurnia literaria.

Pero, y aquí trato otra esfera del relato, Los asesinos (publicado en 1927) puede ser una pieza para el ejercicio de discusiones en torno a la ética (como, digamos, lo pueden ser en nuestro ámbito colombiano Que pase el aserrador, de Jesús del Corral, y Espuma y nada más, de Hernando Téllez, por solo nombrar dos). Con alumnos de Periodismo de Opinión en la Universidad Pontificia Bolivariana cuando llegamos al tema, acordamos en la discusión que ética es, en última instancia, la posibilidad de no dañar al otro, y menos de matarlo, y así recorremos desde aspectos de la ley del Talión, pasando por partes del Código de Hammurabi, hasta los modos modernos de destrucción del hombre por el hombre.

Algunos estudiantes, en el debate, advierten que los dos asesinos son éticos porque bien hubieran podido matar a George, Sam y Nick, pero que en su oficio, en su arribo a un pueblo en el que nadie se esconde impunemente, iban era a cumplir un cometido, quizá una orden, una acción a sueldo (o una venganza). También está la posición contraria. Y se deja ver en la argumentación de los que dicen que no son éticos, que ambos iban equipados con la intención categórica y brutal de matar a la víctima señalada. Lo que queda en el ambiente es que Al y Max son asesinos profesionales.

¿Y sobre Ole Andreson? Hay en este personaje un género de resignación, de no luchar más, de no defenderse, una actitud kafkiana de dejar que las cosas pasen, sin repulsa. O, en otro sentido, como podría acaecer en una tragedia griega, en la que ya contra lo predestinado, contra lo escrito por los dioses, no hay reversa.

El cuento puede tener sutiles referencias a los tiempos de la Prohibición en los Estados Unidos y, asimismo, ancla algunos detalles en la realidad de entonces, cuando en Chicago y otras ciudades florecieron los mafiosos, los capos evasores de impuestos y controladores del contrabando de licores. El boxeador puede estar basado (al menos en la sonoridad del nombre) en el sueco Andre Anderson, noqueado en aquellas calendas por el legendario Jack Dempsey, campeón mundial de los pesos pesados.

Sí, después de todo, Los asesinos (que bien puede leerse en el tranvía, en el metro), con una visión y técnicas cinematográficas, se constituyen en una joya de lo que algunos han llamado el “minimalismo objetivo”, sin mundo interior, con toda la fuerza y sustento en lo que afuera está pasando, en las acciones, en lo sustantivo. Es un cuento de circunstancias, sin antecedentes de los que allí aparecen, sin pasado, sin flashbacks. Es el ahora, controlado por los relojes, por la inexorabilidad del tiempo. Y por lo que ya no tiene remedio.


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