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Un café en Buenos Aires con Andrés Mauricio Muñoz

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No. 7582 Bogotá, Miércoles 2 de Noviembre de 2016 



Mientras unos dan plomo, nosotros damos pluma
Jorge Consuegra



Por: Pablo Hernán Di Marco / Argentina / Especial para Libros & Letras




Éramos cuatro amigos intentando estirar la noche en una Bogotá que se empeñaba en mandarnos a dormir. Bien pasada la medianoche del lunes ya no quedaba bar que nos reciba. “Librería Luvina”, dijo uno de nosotros, como quien nombra un último galeón capaz de recibir a cuatro marineros borrachos. Y ahí fuimos. Carlos Torres —librero, caballero y pirata en partes iguales— abrió su librería-galeón solo para nosotros y allí nos refugiamos entre cervezas, libros, anécdotas y risas.

En algún momento —¿qué hora sería?— Andrés Mauricio Muñoz me tomó del hombro y me dijo algo que, a pesar de mi borrachera, jamás olvidé: “Publicar una novela es como insultar a alguien, Pablo. O como declararle tu amor a una mujer. Una vez que lo hacés ya no hay vuelta atrás”.

Al día siguiente desperté hundido en una inevitable resaca, pero la voz de Andrés seguía bien presente en mi cabeza. En días en los que publicar pareciera más importante que escribir, aquellas palabras me resultaron toda una declaración de principios. A fin de cuentas la escritura no es una carrera, y la publicación de un libro debe ser, inevitablemente, la última estación de un largo, y por momentos incluso tortuoso, recorrido. La escritura no es un juego para impacientes.

Hoy, un par de años después de aquella noche, me toca entrevistar a Andrés Mauricio Muñoz a días de la publicación de El último donjuán, su más reciente libro. O mejor dicho, a días de su último insulto, o de su más reciente declaración de amor a la más adorada de las mujeres.



—Juan Esteban Constaín dijo que sos tal vez el mejor autor de tu generación. Agradecimientos aparte, ¿cómo te llevás con elogios de semejante calibre? Te lo pregunto porque determinados elogios pueden ser más una carga que una caricia.

A: He tenido el privilegio de que escritores como él, a quien admiro bastante, o Alberto Salcedo Ramos, que considero uno de los grandes cronistas de Latinoamérica, hayan hecho comentarios de muchos quilates con respecto a mi trabajo literario. A mí me gusta, la verdad; además porque sirven mucho para atraer lectores, que luego juzgarán por sí mismos mi trabajo. Pero no me condiciona, ni me inhibe, ni interfiere a la hora de sentarme a escribir.



El último donjuán es tu primera novela tras dos libros de cuentos. Pasar del cuento a la novela es como pasar de la fotografía al cine, del orden cerrado al juego abierto. ¿Cómo manejaste ese repentino exceso de libertad?

A: Fue una experiencia magnífica, narrativamente hablando, porque pude establecer una relación estrecha y de mucho más aliento con mis personajes. Cuando terminé de escribirla sentí una sensación extraña. Me parecía bastante raro concebir nuevas historias, pensar en otros personajes. Pero en cuanto al cambio de género no hubo ahí una ruptura, pues la estructura de la novela fue concebida para abordar varias historias que, aunque se articulan a un mismo concepto e hilo conductor, tienen su propia vitalidad, se abren y cierran dentro de sí mismas. No fue esta una decisión pensada para aferrarme al género del cuento, que tanto me apasiona, sino porque aquello que me interesaba narrar, relacionado con el amor en tiempos de internet, con la soledad, con las barreras de comunicación bajo estos nuevos dinamismos que demandan los tiempos de hoy, solo me pareció posible poniendo mi mirada en diferentes flancos, dando vida a diferentes seres humanos que se regocijan pero también se agobian ante los devaneos del amor en sus narices, al otro lado de una pantalla.



—¿Te cuesta trabajo escribir, o te sale de modo natural? Te lo pregunto porque creo que hay mucho trabajo detrás de la fluidez de tu prosa, y también creo que buena parte de los lectores no imaginan lo difícil que es escribir sencillo.

A: A mí me fluye bastante escribir; lo que ocurre es que cuando me siento frente al portátil, he convivido tanto con la historia que quiero contar y con los personajes, que siento que si no comienzo a verterlo al papel va a comenzar a desbordarse dentro de mi cabeza. Pero el proceso de corrección sí es un poco más traumático, porque soy muy riguroso a la hora de decidir si aquellas palabras que elegí son las más adecuadas, las más cercanas al lector, si obedecen al ritmo que quiero marcar, si no se diluye la musicalidad que he decidido para esa parte del texto, si lo que estoy escribiendo es coherente con la arquitectura definida, si no se desdibuja la voz de quien está narrando. De tal manera que es así, tal como lo sospechas, esa fluidez es el resultado de muchos ires y venires sobre las oraciones, las palabras y los párrafos.



—La obra de un escritor gira sobre un puñado de obsesiones. ¿Cuáles son las tuyas?

A: Las mías tienen mucho que ver con los agobios del mundo de hoy, esa suerte de desasosiego que se nos instala en el espíritu en forma de soledad, incomprensión, anhelos truncos y derrotas. El hombre ha cambiado, pues la vertiginosidad de estos tiempos nos marca también el ritmo con que se nos estremece el alma y nos transforma en forma paulatina. Mi primer libro de cuentos se llama Desasosiegos menores, donde me interesaba explorar esas pequeños desazones que se nos agazapan por dentro y nos estrujan el ánimo; el segundo, Un lugar para que rece Adela, cuentos de despojo, que aborda esos pequeños despojos cotidianos a los que nos enfrenta la vida. Ahora en mi novela El último donjuán, mi obsesión era la de novelar cómo la irrupción de la virtualidad, a comienzos de este siglo, entró a trastocarlo todo, a transformar la forma como nos relacionamos. Pero si te das cuenta todo se resume en lo que yo llamo abrumos contemporáneos.



—Vamos con la sección “Preguntas puntuales-Respuestas breves”. Nombrame a un clásico sobrevaluado.

A: Buena parte de la obra de Murakami. Pero también hay en su obra verdaderas genialidades.



—Nombrame un buen libro que no haya tenido la difusión que merece.

A: La novela Primero estaba el mar, del escritor colombiano Tomás González. Acá se lo conoce, claro; pero me parece que esta obra debería traspasar todas las fronteras.



—¿A qué personaje literario quisieras besar con pasión?

A: A ninguno, porque se acabaría la magia.



—¿Alguna vez lloraste leyendo un libro? ¿Qué libro era?

A: Con el final de la novela, La luz difícil de Tomás González.



—Nombrame tres librerías imprescindibles.

A: Casa Tomada y La Madriguera del conejo, en Bogotá. Y El Ateneo, en Buenos Aires.



—Y ahora vamos con la última, Andrés: te regalo la posibilidad de invitar a tomar un café a cualquier artista de cualquier época. Contame quién sería, a qué bar lo llevarías, y qué pregunta le harías.

A: Ahora ando deslumbrado con una cuentista estadounidense llamada Lucia Berlin, quien murió en 2004 y cuyos cuentos completos acaba de publicar Alfaguara. Creo que me la llevaría a cualquier bar de esos que quedan en New Orleans, en Bourbon Street. Entonces le preguntaría si aceptaría ir conmigo a pasar un fin de semana en Popayán.



Es posible dedicar una entrevista? Sí, lo es. Por lo tanto dedico esta entrevista a aquella maravillosa noche bogotana junto a Carlos Torres, Jerónimo García Riaño, J.J. Junieles y Andrés Mauricio Muñoz.



Foto: Tomada del Facebook del escritor.

Pablo Hernán Di Marco

* Pablo Hernán Di Marco.

Autor de las novelas Las horas derramadas (ganadora del XXI Certamen Literario Ategua 2010, España), Tríptico del desamparo (ganadora de la I Bienal Internacional de Novela «José Eustasio Rivera» 2012, Colombia), y Espiral (finalista del XIX Premio de Novela Ciudad de Badajoz 2015, España). Desde Buenos Aires trabaja vía Internet en la corrección de estilo de cuentos y novelas.

Sígalo en Facebook: pablohernan.dimarco


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