Por Reinaldo Spitaletta
En un viejo aparador reposaban partes de una vajilla antigua, reservada solo para visitas especiales y fiestas de ocasión, que mamá guardaba con celo, porque, según ella, algunas de esas piezas eran inconseguibles y otras tenían un valor sentimental relacionado con sus días de juventud y horas de gracia en su casa materno-paterna. Se habían salvado de romperse en cuantiosa mudanzas y eran, sin posibilidades de elusión, depositarias de polvos agazapados y recuerdos en conserva.
En el buffet envejecido se apiñaban en una suerte de desconcierto de porcelana y cristal, algunos platos hondos, pandos y de postre, con tazas de té y consomé, junto a otros recipientes como salseras y saleros, además de pocillos finos, que, pese a los años, no se habían toteado, ni presentaban fisura alguna. Había una sopera con flores estampadas y una jarra de excelsa blancura que mamá decía había pertenecido a su abuela María Estanislada, una señora que también figuraba en álbumes descaecidos con una cara adusta y cabellera frondosa.
Aquellos vetustos trastos, que parecían un tesoro por las palabras de elogio que, a veces, sobre ellos soltaba mamá, nos acompañaron durante muchos años. Pasaban inadvertidos meses y meses, aguardando el momento luminoso de poder salir de los anaqueles y gavetas, en los que, por otra parte, también se hospedaban cubiertos brillantes y uno que otro mantel de comedor de damasco y lino. La oportunidad de lucimiento llegaba cuando aparecía alguna tía que habitaba más allá del mar o con la presencia de señoras de casas de beneficencia que mamá invitaba para un almuerzo de regocijo cada año.
Pero, con todo, aquellos objetos que permanecían alejados de la vida cotidiana doméstica, eran más una especie de capricho de mamá, de tenerlos ahí, a la sombra, porque le recordaban tiempos de su niñez y juventud en su casa de una vereda de Rionegro, de gruesas tapias y techos de tres aguas, en cuyos alrededores florecían sietecueros y había “guayabas de leche y miel”. No era tanto para las visitas exclusivas, que eran escasas, sino por albergar en un mueble de caoba objetos que a la final se iban tornando inútiles.
Sin embargo, haberle sugerido una cosa de tales dimensiones era ofenderla. En efecto, una vez le dije que para qué guardar tanto vejestorio de porcelana y cristales si bien pudieran esos elementos emplearse para servir fríjoles y arroz, incluso sopas de harina de maíz que eran comunes en casa y ahí fue Troya, porque se regó como verdolaga en playa y dijo que esas cosas eran suyas y no había por qué cuestionar lo que a bien ella pudiera hacer o no con sus objetos. Jamás torné a decirle nada al respecto, aunque, en algún lugar de la maldad, deseé que un día, en cualquiera de los inevitables cambios de casa, se pulverizaran aquellas frágiles (y distinguidas) piezas.
Había, entre todas las antiguallas, una tetera de porcelana, con rosas grabadas, que perteneció a una maestra de mamá en un internado de monjas a las que ella, con tono de molestia, llamaba “las gorronas”. Se la había dado como premio a su interés por las clases de canto y, según contó años después, por su talento. De vez en cuando, la sacaba de su prisión de madera y vidrio para echar en ella leche caliente y mezclar con café, en una ceremonia en la que ella la tomaba de la oreja con cuidado y certeza, no sin un toque de elegancia.
La tetera parecía ejercer una influencia soterrada sobre mamá. Después de tenerla en la mesa, cantaba canciones de paisajes marinos y amores en zozobra: “Cuando lejos, muy lejos, en hondos mares, / en lo mucho que sufro pienses a solas, / si exhalas un suspiro por mis pesares, / mándame ese suspiro sobre las olas…”. Luego, al terminar su improvisada serenata, y tras vaciar todo el contenido del recipiente, lo lavaba y guardaba con primor en su original cárcel de porcelanas añosas.
Cuando un día de infortunio se rompió la tetera, en un accidente que no presencié, mamá se lamentó por un rato hasta que, no se sabe cómo, extrajo en contra de su decencia verbal una expresión de rabia: “Qué mierda se va a hacer, a buena hora se quebró esta hijueputa tetera” y entonces las risotadas de sus hijos estallaron como un artefacto de bengalas. Había recogido los trozos de su alhaja y los envolvió en un pañuelo de seda, que no sé desde cuándo también guardaba en un compartimento de escaparate y los depositó en un viejo baúl.
De a poco, y según se fueron espaciando las visitas, ella sacaba alguna de sus piezas para servir alguna comida de fin de semana, en la que a veces cocinaba arroz con coco y frijolitos blancos de cabeza negra y nos llamaba con entusiasmo como si se tratara de una festividad súbita. Y con tales usos se fueron quebrando varias de las muy apreciadas partes de la vajilla. No sé cuándo desaparecieron las soperas y los platitos de postre. Una jarra de cristal fino también se esfumó.
Cada vez, según el paso del tiempo, mamá se despreocupó por aquella vajilla envejecida. Se volvió paisaje doméstico, incomunicado, aislado, sin expresividades. Luego, cada uno de nosotros buscó otras rutas, otros ámbitos y mamá se fue quedando en un caserón de piezas frías, muy sola. Cuando íbamos a visitarla ya no le importaba si las piezas estaban a buen resguardo o si se habían ido con alguno que las quería para llevarse recuerdos de tiempos entrañables.
No sé cuándo desapareció la última parte de esa vajilla que era como un miembro más de la familia y con la que, según la sorprendimos a veces, mamá palabreaba a lo mejor como un ejercicio de memoria, de comunicación con el pasado. Todo se fue. El buffet, los escaparates, el viejo baúl. Todo. Menos el pañuelo de seda con los restos casi pulverizados de una tetera de rosas muertas que conservo todavía en un aparador en el que hay copas italianas y una canción dormida.