En homenaje al compositor vallenato (1928-2013) recientemente desaparecido, publicamos la entrevista que le realizara el escritor y periodista Gustavo Tatis en su casa de San Diego (Cesar), cedida exclusivamente para Con-Fabulación.
El ciego que leía las manos
Por: Gustavo Tatis G./ Tomado de “Con-fabulación”/ I Parte/ Bogotá. No fue difícil llegar a la casa de Leandro Díaz. El taxista me dejó en la puerta de su casa, con solo decirle su nombre. Estaba sentado en un taburete y su rostro buscó la dirección de mi voz para decirme que me sentara. Pero al decirle que venía solo a saludarlo para saber algunos detalles de su infancia, me volvió a decir que por favor no siguiera parado en el centro de su sala, que tomara asiento. Hice el gesto de sentarme pero me quedé hablando de pie, pero él pareció darse cuenta desde la luz oculta de su ceguera. “Si quiere, sacamos el taburete a la puerta”. Allí me quedé toda la tarde de un sábado, luego de un viaje de madrugada desde Cartagena hasta San Diego (Cesar).
En un silencio, él preguntó extrañado:
—¿Hizo usted ese viaje tan largo desde Cartagena hasta San Diego?
—Sí.
—¿Solo para hablar conmigo?
—Sí, querido maestro.
—Mire, siempre he querido escribirle una canción a Cartagena. ¿Qué es lo que tiene esa ciudad? Siempre he creído que el embrujo de Cartagena está en sus noches. Dígame si no. Lo mejor de esa ciudad es el silencio de la noche. Siempre he querido describir ese silencio. ¿Pero usted es de allá?
—No. Soy de Sahagún.
—¡Vea qué cosas! Dormí dos noches allá en una invitación que me hicieron. Es muy especial la gente de la sabana. En los años setenta estuve en Sincelejo y en Montería.
—Cuénteme maestro, ¿cómo pasó su infancia?
—Mire, mi historia es la de un niño que sufría mucho porque me quedaba solo. Me recuerdo caminando a oscuras en el jardín, persiguiendo el olor de las rosas y los heliotropos, el olor de los naranjales, los limoneros y los cafetos. La casa que yo recuerdo de niño es mi casa de Alto Pino, una casa de bahareque y techo de palma, enclavada en la sierra. Recuerdo la calidez de aquella troja donde dormía. Nací en pleno carnaval y al amanecer de aquel verano del 20 de febrero de 1928. Mi estrella nació apagada.
—¿Recuerda alguna canción en especial en aquellos años de infancia?
—Muchas. Las canciones que yo escuchaba era lo que sonaba en toda la provincia. En Hatonuevo, mi pueblo, escuché a mis cinco años, tocar el acordeón de Chico Bolaños y empecé a cantarlo. Su canción decía:
En la estancia de Rafael la que administra Pedrito al pasar por el laurel a todos les canta el Coíto.
Leandro me explica que el coíto es un pájaro de la región. “Mi primer sueldo fueron 10 centavos que me pagó Emilio Brugués en Riohacha, al pedirme que le cantara El Coíto y El Gavilán pollero”. Me confiesa que lleva el apellido de su madre María Ignacia Díaz, “porque mi padre Abel Duarte, no nos dio el apellido”. “Mi madre, una ama de casa, cantaba bien y tenía una gracia para cantar boleros, tangos. Mi padre perteneció a una familia de labradores. No salió de su finca sembrando caña y café. Mi madre era una matrona legítima.
—Además de cantar, ¿a qué jugaba el niño Leandro Díaz?
—A lo que jugaban los niños de mi tierra. La ceguera no me impidió ayudar a elevar cometas o a jugar boliches. A mí se me desarrolló el oído. El juego era un rombo o círculo en la tierra. Lo llamábamos Tribilín. En aquel entonces el hombre increíble del boliche, era Lorenzo Solano. Recuerdo a aquellos niños que me acompañaron en mi infancia: a Temístocles, a Franklin Ojeda, al Negro Camargo, a Froilán Brito, a Francisco Carrillo. A uno de mis amigos de infancia lo mató un carro.