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Crítica. Lenguaje y punto de vista en Perro adentro, de Raúl López Lemus

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Autor: Leonel Xavier Panchamé* / Honduras


Los relatos del escritor hondureño Raúl López Lemus (1970) pueden ser anécdotas faulknerianas, contadas con un dominio perfecto de la forma. Cabe decir que le unen dos afinidades con Faulkner: el punto de vista y la imbricación de los planos temporales. Ambos retratan con estoicismo las sensaciones humanas. Con un tono sutil, el narrador en “Juego de mar” –el primero de los relatos de Perro Adentro– aplica una técnica estructural para alterar las secuencias de la historia, regresando al pasado, analepsis. Por lo tanto, asistimos a una escena en retrospectiva: “En una película de casetera que se rebobina los personajes dan saltitos hacia atrás cada vez que la pupila es capaz de atrapar el paso de la fotografía” (p.8). Proyecta un juego anacrónico, dejando constancia, en la conjunción de los planos narrativos, cuando el narrador interviene para dirigirse al lector; y en el plano argumental, cuando los personajes son dirigidos por el mismo protagonista, que conoce la historia por ser su historia, o donde Denisse, su pareja, participa de la “inquina, el distanciamiento y el reproche”. Es decir, el narrador dirige constantemente el discurso al lector, así se entrevé la intención del relato: “Mi deseo, que fue donde el mismo de Denisse, es que los lectores perciban, en el transcurso del relato, el mismo efecto de la película” (p.9). Raúl López es reiterativo en esta técnica. El narrador–interlocutor no discrepa mucho de la voz narrativa de “El capote” de Gógol[1].

En “Juego de mar” se difunde el presente–pasado en un pasado–futuro. Ya todo ocurrió o nada ha ocurrido, el narrador–protagonista participa con breves comentarios sobre la aversión por Denisse. El pasado cede a los improperios del futuro, más bien se difumina por el futuro contiguo que proviene naturalmente del intercambio temporal. En exiguas palabras, los personajes viajan hacia un pasado que los separa, los aparta “sentimentalmente” de la imagen “de una pareja que hace el amor entre las olas”. Uno de los episodios más representativos logra aunar la dinámica del movimiento con el rebobinado de las imágenes narrativas. Justamente donde el protagonista cree que retroceden cuando el otro bus que se ha detenido también; mientras unos policías enfurruñados “exigen un permiso al chofer del autobús, arranca con gran alboroto”, pues, “la marcha apresurada del otro […] nos impuso la impresión de que éramos arrojados hacia atrás” (p.14). En efecto, permite que tal disposición adyacente se vincule al tiempo argumental. Desde un espacio distinto, el narrador–testigo y partícipe de los hechos construye la narración a partir del sueño y el recuerdo. Porque el “sueño”, como tal, no tiene el carácter digresivo que un autor ofrece para revelarnos otros pasajes no adscritos al hilo argumental, sino, únicamente, deviene de la re-memorización, instituye el embrollo del relato. Más allá de la referencia textual: “El sueño y el recuerdo se superponen cuando escribo sobre ellos” (p.22), permea un vistazo etéreo, quizás irónico de apenas algunos rasgos, sobre el “locus amoenus”. “Un futuro que es como el pináculo del pasado cercano” (p.13), es una de las proposiciones más rígidas del relato “Juego de mar”, artífice de un pasado medido por un trazado vertical. Cuando el texto alcanza su mayor intensidad, la duda ante una hipérbole: “tal vez sea exagerado decirlo, pero el furor humano es capaz de crear un huracán” diluye la fluidez de las proposiciones, y el ímpetu con que el contexto lingüístico se presenta marca una disyunción en la escena: “una pareja hace el amor entre las olas”. La “forma”, como un interés suscitado por el compromiso literario, es un mérito invaluable en Raúl López, pues con soltura y desparpajo acopla el clímax, el inicio y el final en un solo cuadro. “El destino no está al final del camino, está al principio” (p.38). Vale la pena señalar los ejes verbales: “retroceder” y “saltar”, ambos conducen las secuencias en “Juego de mar”, confirmándose más bien en “discontinuidades”. La persistencia de estas palabras encadena un interminable ciclo temporal, es decir, “la operación en espiral está diseñada para recuperar lo que se perdió; al hacer que lo reprimido regrese, despeja bloqueos…”[2] Esta dualidad distingue el equilibrio temático.



Este procedimiento se repite en “Perro Adentro”, que por antojo del autor es el cuento que le otorga el título al libro. Nuevamente el narrador introduce a los personajes en escena. El escritor es una voz más en el relato, reafirma su carácter omnisciente, y el narrador se desplaza a sí mismo como un testigo. Así la intención de mencionarlo alude a un juego de capas narrativas. En “Perro adentro” López Lemus libra una lucha entre los personajes en un sentido completo: tomando en cuenta a los narradores y al propio escritor como actantes, a la manera de una obra teatral –pues poseen una mayor libertad, bastante notoria respecto a los demás–, esta lucha se vuelve claramente literaria. La “forma” se sobrepone al “fondo” porque este último (lo que acontece a la pareja de protagonistas) está nada más como un elemento del artificio de la primera: el verdadero meollo del asunto es que los narradores y el escritor se disputan la narración de la historia, que es al mismo tiempo parte de otra historia donde al parecer esta terna de personajes están cumpliendo sus funciones como creador y relatores del cuento de Silvia y Dionisio, pues asoma otro narrador (¿o es otro escritor?), aquel que narra a los narradores y al escritor mientras estos narran a la pareja, y que permite delinear la división entre una historia y la otra.

Irónico siempre, propone una sincronización del lector con el “escritor”; precisamente, escritor-narrador-testigo. ¿Cómo se conciben los tintes irónicos en la constitución de los personajes? En un diálogo, aparentemente, por dos seres “extra-textuales”, que se disputan el perfil de la pareja. Una vez por semana, Dionisio se reúne con Silvia a las tres de la madrugada “en los lindes de una propiedad invadida por la maleza” (p.39). Dionisio es un personaje excéntrico, y el lector lo sabe desde el inicio; un halo de misterio le rodea, producto de los inauditos encuentros entre él y Silvia. Así, Dionisio constituye un parásito social, un GregorSamsa en un ambiente vulnerable por la desidia humana, o un AkakyAkakievich, de quien todos se mofan. Excava las raíces existenciales como un Ramiro en Nueva York en Las murallas (Alfaguara, 1998), de Méndez Vides (La Antigua, Guatemala, 1956)[3].

Continuando, el narrador está sujeto a dos restricciones: al enfoque limitado que éste tiene de los personajes, Silvia y Dionisio, y, también, a las situaciones temporales. Por ejemplo, como una cámara que vigila a los individuos, el narrador observa a Silvia mientras descuartiza un par de pescados para freírlos, mientras “despliega con gran energía esta labor” interviene la figura del papá, que obstruye la actividad que ella realiza. La narración se despliega en varios cuadros, negándose a las digresiones temporales; el texto reflexiona sobre su naturaleza, este recurso es denominado típicamente “metanarrativa”. La cita posterior lo refleja: “En los cuentos extraordinarios, las digresiones del autor sirven para encaminar los hechos hacia puntos de inflexión o marcar los acontecimientos iniciales” (p.60). Los personajes son independientes del narrador, no del escritor, así lo indica este pasaje: “Silvia no es una mujer ordinaria, así que hace caso omiso a nuestros comentarios”; en este sentido, el “nuestros-nosotros”, esa primera persona en plural, señala al mismo narrador, que en ocasiones también se separa de los demás “narradores” (así en plural). Permea otro recurso posmoderno: la “ironía intertextual”, y eso se manifiesta de modo explícito cuando alude a Shakespeare, recuperando la historia de dos jóvenes enamorados, Romeo y Julieta.



“Una tuerca suelta” proyecta otro camino: la mecanización del hombre; esto mismo Ernesto Sábato lo escribió en su libro Hombres y engranajes (Seix Barral, 1991): “Así como ciertos monstruos sólo pueden ser entrevistos en las tinieblas nocturnas, la soledad de la criatura humana se tenía que revelar en toda su aterradora figura en este crepúsculo de la civilización maquinista”[4]. Pascual es un animal instrumentificum, dominado incesantemente por la industria automovilística, sin dar tregua al panteísmo, diluyendo al individuo en una sociedad acelerada, dinámica y liberal; de esta manera, “Nunca ha escuchado que alguien haya logrado compenetrarse tanto con su vehículo” (p.113). Guarda un voraz parentesco con la voz narrativa de otro relato, más contemporáneo, Aura (1962), de Carlos Fuentes. Con el escritor mexicano, “trasciende la normatividad del esquema temporal al conocer tanto el pasado como el porvenir […] Es la voz que predice a Felipe Montero su destino”[5].

Finalmente, como el oráculo de Delfos, prefigura el destino de Blanca en “Muerte en espiral”, el último relato del libro. De las cuatro veces en que aparece un número romano marcando el primer capítulo, el segundo momento es el que muestra a un narrador anunciando las acciones venideras.

[1]–“El capote”, de Gógol, nace con la intención de pronunciarse ante un público (semántica fónica). El significado está en los sonidos implícitos en la lengua en que fue escrita, el ruso.

[2]Iser, Wolfgang. Rutas de la interpretación. Trad. De Ricardo Rubio Ruiz. México: FCE, 2005. p. 165.

[3] Por cierto, López Lemus se equipara con este autor al recibir el premio Mario Monteforte Toledo en el 2015, otorgado en 1997 al autor de El leproso (Alfaguara, 2007).

[4] Sábato, Ernesto. Hombres y engranajes. Barcelona. Editorial Seix Barral, 1991. p.19.

[5] Fuentes, Carlos. Aura. “A propósito de Carlos Fuentes y su obra”. Colombia. Editorial Norma. 1994. p.22.

*Texto enviado por su autor.


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