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Guillermo Martínez González o el hombre que atravesó los puentes de Niebla

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Por: Winston Morales Chavarro*


El poeta, traductor y editor Guillermo Martínez González, (La Plata, Huila, 1952) falleció en Bogotá la mañana del 26 de septiembre, a causa de una penosa enfermedad. Confabulación se une al dolor de sus familiares y amigos y los abraza a todos fraternalmente.

Conocí a Guillermo Martínez González en 1995. Llegué a él gracias al libro El Árbol puro del río, publicado en 1994. Por aquel entonces, los poetas nacidos a finales de los 60’s apenas nos abríamos al mundo poético y a las búsquedas literarias. Guillermo fue un referente para las nuevas generaciones, no sólo por ser el poeta más reconocido del Huila, después de Rivera, sino por su belleza poética, sus versos rebosantes de sencillez y profundidad.

Al encontrarnos con el Árbol puro del río, quisimos ahondar más en las propuestas poéticas de Martínez González. Fue allí cuando llegamos a Puentes de Niebla y descubrimos que Guillermo no sólo los había recorrido, demarcado; Guillermo los había atravesado con su voz, su estro, su poética de la fascinación. Martínez González, desde Declaración de amor a las ventanas, fue un poeta que destacó por su tono existencial, filosófico, metafísico, emparentado con el paisaje, la naturaleza, los elementales y las grandes revelaciones del agua.

Esa es una de sus mayores constantes: el agua. Pero el agua no sólo como un elemento preciado, ahora que el mundo está acabando con ella, sino con el agua como metáfora, a la mejor manera de Heráclito.

Entonces Guillermo es un relator de los cambios complejos del hombre, de los días transcurridos, del movimiento vertiginoso de las hojas de un árbol que aún continua de pie. Ese árbol es el poeta y es la palabra. Y en su poesía se ve eso como una estría profunda en el canto de quien escribe:



Vértigo


Lenta

Cae una hoja.

Lo demás es silencio.




Una de las grandes preocupaciones de Guillermo Martínez González ha sido el tiempo, eso se expresa a lo largo de su línea imaginaria. Su poesía, desde ese trabajo iniciático llamado Declaración de amor a las ventanas, marca esa constante, como lo expresa este poema inédito Vértigo. ¿Qué es el vértigo sino el temblor frente a la celeridad de la corriente y de la desembocadura del río? ¿Qué es el vértigo frente a la fugacidad con la que se expresa la historia? Y es allí donde el agua de Martínez González es metáfora; es allí donde están sus puentes de niebla, el árbol más puro de ese río finito que es la vida.



La casa


Poco a poco se fue cayendo

Sin que nadie la habitara por dentro

Como una mujer abandonada.

El polvo caía de sus columnas

De sus techos de barro

Desvencijados por la lluvia y el viento.

Caía el polvo sobre la cal viva

Para formar un solo tumulto

Un muerto caos

Invadido de gusanos.

Caían sus muros

Como cuando se muere un padre

Entre la agonía de los perros

Y el espanto de los árboles.

Caía la casa

Y su espectro hirió el ojo

La enredadera flotante

El relincho del caballo

Ante la última luna.



¿Qué es la casa sino el cuerpo de la existencia? Y estas obsesiones del poeta nada tienen que ver con su vida personal –que también podría serlo- mas lo suyo es una consideración universal, derivada de lo vertiginosa –el vértigo- que es el agua del río frente a la quietud apacible del ser. Y si bien su Ser permanece incólume ante la fragosidad de los días y las horas, de los años ruidosos, de los lustros y la sombra de los lustros, la poesía de Guillermo Martínez González registra una cosmología que no sólo tiene que ver con su universo personal, la mirada con la que el poeta dialoga con la cotidianidad y la naturaleza, sino que también involucra, como poeta y vidente, las angustias colectivas del ser colombiano; las transformaciones existenciales del ser latinoamericano; los sueños elementales de un hombre ecuménico.

En Guillermo vemos la sabiduría del Tao, las impresiones minimalistas del saber oriental, el acto de interpelar su realidad inmediata, que puede ser la realidad de cualquier ciudadano del globo terráqueo:



Ciudad


Maligna es esta ciudad

Como baba del diablo

Desde que surge la luz del sol.

Donde la lluvia cae interminable

Como una monodia

Sobre los ventanales y los muros

Sobre el rostro de pordioseros

Que aúllan como bestias heridas

Ante los basureros

Las iglesias

Y los portalones de mármol.

Donde cada saludo

Se parece a una pedrada

E inútiles brillan las estrellas en el cielo.

Sí, maligna es esta ciudad:

Temibles sus atardeceres de vaho plomizo,

Sus crímenes ocultos, sus jóvenes asesinos

Que conspiran en los bares.

Terrible es el espasmo de sus prostitutas

En los baños o los camastros de tendido grasiento

Mientras avanza el alba como un puñal

Sobre el sueño de los pobres.




Esta ciudad, la ciudad del poeta, no tiene territorio fijo. La desterritorialización del hombre moderno, con sus afanes y sus necesidades impersonales, sitúan las preocupaciones de Martínez González en un No-Lugar que termina por abarcar al ser humano como especie; el poeta nos habla de esa era del vacío, de las oquedades que llevan los seres que transitan por las modernidades periféricas, de esa mezquindad del individuo posmoderno –cualquiera sea su geografía-. Y esto también tiene que ver con esa metáfora del tiempo, el río que transita por los puentes de niebla que son la vida y la muerte, el principio y el fin de todas las cosas.

La poesía de Guillermo Martínez González oscila entre lo íntimo (como fuerza iniciática y creadora) y lo objetivo (como motor externo de contemplación). Sus obsesiones son filosóficas, pero también transitan lo cotidiano, lo manifiesto, lo visible y lo invisible, lo profundo y lo elemental (siempre desde lo no físico). Poesía espiritual y física, tangible e intangible, visible e inaudible. Y así, como el agua, corre rápido, sacude los bastidores, rompe las estructuras de los puentes de niebla que conforman la historia de los sujetos contemporáneos:



Vuelve creciente


Vuelve creciente

Con tu rugido de bestia oscura

Cargada de troncos

Animales muertos

O con los ojos desorbitados.

Vuelve con la furia de tu agua

Que muerde los acantilados

Con tu diluvio

De batracios negros

Agonizantes en la hierba

Y tu grito de dios

Herido en la noche.

Inundación que arrasa piedras

Perros y flores de plátano.

Turbión

Agua de tormenta

Vuelve.




Una poesía que nos habla desde múltiples orillas, que construye el discurso literario desde una declaración de amor a las ventanas; ese manifiesto de la sobriedad, de la espontaneidad madura, de la serenidad del hombre contemplativo que aprendió a cruzar los puentes de niebla desde comienzos de los años 80’s.

*Tomado de Con-Fabulación


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