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Moza casada con viejo, ahí hay conejo

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Por: Reinaldo Spitaletta


(Los avatares de El celoso extremeño, ejemplar novela de Miguel de Cervantes)

Con influjo del denominado “novellino” italiano, que expresa sus dotes y generosidades en obras como El Decamerón, de Giovanni Boccaccio, pero transportando el género en castellano a alturas de gracia e ingenio, Miguel de Cervantes Saavedra con sus Novelas ejemplares, publicadas en 1613, logra consolidar aquello de ser el primer escritor que ha “novelado en lengua castellana”, sin hurtar ni imitar, como él mismo lo dijo en el “prólogo al lector” de su libro en el que aparecen gitanillas y españolas inglesas. Ya, claro, había tocado el cielo con la publicación, en 1605, de la primera parte del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, con cuya maestra obra funda la novela moderna, llevada a niveles de revolución literaria con la aparición de la segunda parte, en 1615.

Cervantes, que perdió la mano izquierda de un arcabuzazo en la batalla naval de Lepanto (“la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperan ver los venideros”), siempre quiso viajar a Cartagena de Indias, sueño que vio frustrado por sus antecedentes judiciales. Pero su imaginación sí alcanzó tal periplo, con uno de sus personajes, el extremeño Felipe de Carrizales, que después de recorrer la Europa toda, pasó a las Indias cuando tenía cuarenta y ocho años. Y tuvo en dichas tierras una estada de veinte, al cabo de los cuales regresó a la España nativa.

Nacido de padres nobles, el hidalgo de Extremadura del que trata esta novela, cuando estaba sin fortuna y sin siquiera un maravedí, que todo se lo había gastado, decidió partir a la buena de Dios en búsqueda de otras posibilidades y qué mejor que ir a donde iban los desesperados de España, los homicidas y los alzados, los desclasados y empobrecidos, y el tal Carrizales fue a dar con sus huesos en Cartagena, ciudad en la que alcanzó caudales y prosperidades. Se granjeó tanta hacienda, en oro y plata, que decidió tornar a sus pagos natales, “tan lleno de años como de riquezas”.

Carrizales, envejecido pero con copiosos metales, tras atracar en el puerto de Sanlúcar recaló en Sevilla. No encontró familiares ni amigos supérstites. Y supo con claridad acerca de cuánto cuidado acarrea el oro como su falta, y de lo pesada que puede ser la riqueza para quien no está acostumbrado a ella como es la pobreza para quien está en su compaña permanente. Y con este personaje, que aparecerá más bien poco en la novela corta El celoso extremeño, para muchos críticos y analistas la mejor de las que escribió Cervantes con el título de ejemplares, el escritor tejerá una trama interesante basada en los celos de una suerte de Matusalén que se casará con una moza quinceañera, embarcándose en las pesadas naves del matrimonio con fermosa muchacha de nombre Leonora.



Y a Leonora la dota de veinte mil ducados, pero, a su vez, en el interior del vejestorio crecerá ese sentimiento de inseguridad y de egoísmo (que no de tacañería), que lo conducirá a tomar unas medidas insólitas en la casa que compró “en un barrio principal de la ciudad”. Alzó paredes, tapó ventanas, condenó a estar siempre adentro a la mujer, cuidada por un negro eunuco, rodeada de sirvientas, algunas de ellas procedentes de África, dirigida por una “dueña” lista a desobedecer y a salirse de las monótonas rutinas.

Pero el precavido celoso no contaba con los buenos oficios de un holgazán y seductor mozuelo del entorno, Loaysa, ejecutante regularongo de guitarra y dueño de astucias y ladinerías. Con sones y zarabandas, con conocimiento de la idiosincrasia negruna, a sabiendas de que un negro está hecho para músicas y ritmos, y que lo atraen cantos y serenatas, el avispado haragán, donjuanesco y hábil, sabe dónde anidar sus intenciones de conquistar a la muchachita bella que está encerrada y vigilada, y cuyo marido es un viejote en decadencia.

Cervantes va tejiendo con sutilezas y elegancias el relato, en el que se notan personajes con compleja sicología, como Loaysa, pero también como el grone centinela de la princesa atascada entre paredes, y de la ama de llaves. El picarón, a punta de usar mañas y aprovecharse de las necesidades de la servidumbre y, sobre todo, de las ganas del eunuco de aprender a tocar el instrumento, confecciona mecanismos para su ingreso al dosel de la desolada Leonora.

En la novela aparecen ungüentos, como una especie de alquimia y de magia de maldad, para que el viejo sea un inerte, un durmiente que no se entere de lo que bajo su sedación e inconsciencia está sucediendo en la casa a la que él le puso todas las seguridades pero sin pensar en que hay mozalbetes en el mundo exterior con ganas de montar yegua joven y de mostrarse ante sus compinches y patanes de barrio como un galán con ínfulas de matador y heroicidades de mito. Mientras el anciano duerme bajo los efectos de untamientos alopiados, el tal Loaysa crece en sus ansias y ganas irreprimibles de burlador y conquistador empedernido.

La obra, con un final impredecible, tiene ribetes de tragedia y, si se quiere, de comedia dolida, en la que la risa puede ser una expresión lacrimal, una quejumbre, un género de rictus paradójico que da a la cara de varios de los protagonistas una sensación de sorpresa, de irremediable desenlace. La fuerza del destino es imparable pero, al mismo tiempo, inesperada.

Las Novelas ejemplares, doce en total, varias de las cuales gozan de más popularidad y afectos que la de El celoso extremeño, las publicó Cervantes a la edad de sesenta y seis años, y con ellas no pretendió moralizar ni promover virtudes, aunque él mismo haya dicho que “no hay ninguna de quien no se pueda sacar algún ejemplo provechoso”.

Y aunque el tema del marido engañado, del marido acosado por la celotipia, y de la esposa que cae ante los asedios y consejas de un pretendiente con ganas de aventuras de cama, es, digo, tema viejo, o por lo menos, antes de Cervantes se puede rastrear, por ejemplo, en relatos de El Decamerón, el autor le confiere otros valores que están en la manufactura sicológica de los personajes, aparte de incluir en las peripecias las mentalidades de época, los comportamientos de fámulas y amas de llaves, como de un “casto” vigilante de la fidelidad de la casada, que cae ante los requiebros simples pero convincentes de un tipo dotado de talento para la seducción y el engaño.

Los celos enceguecen, pero los deseos de aventura y de llegar hasta el lecho de la “casada infiel” (que a la postre no cede del todo en las aspiraciones carnales del seductor) dan lucidez y despejan la mente para el diseño de una trama, de unas tretas, que permitan asaltar el tesoro que tan bien guardado está. Aunque en más de una ocasión, dice la voz del pueblo, sale lo que no se espera.

(En la conmemoración de los cuatrocientos años de la muerte de Miguel de Cervantes. Abril 23 de 2016)


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