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Relato. El baúl

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A Luisa Alejo, narradora cubana.


Por: Armando Orozco Tovar*


Ahora que Constanza mi hermana que quemó las naves y se fue, hace cinco años para el país donde ya no se habla inglés, sino otro idioma. Miro el baúl que me dejó como regalo para que no sólo guardara la ropa limpia, sino las fotos de cuando nuestros padres eran menores que nosotros, y los poemas.

Es un viejo cofre de madera del siglo XVIII, lo sé por su olor. Y porque en tantos años no lo penetraron los misiles hambrientos del comején. Está casi intacto, pero creo no es del primo de mi abuelo, que se quedó a vivir con el resto de su familia en Cartagena de Indias, puesto que todos los demás Orozco, desde cuando llegaron con el conquistador Pedro Gómez de Horosco, que vino con Jiménez de Quesada, se dispersaron por todo el país, unos para Antioquía de donde era de Yarumal el abuelo paterno don Francisco León Orozco, otros a Santander, y para más al sur o más abajo, donde el apellido vasco se esfumó.

El primo quien no recuerdo su nombre, si fue que lo supe, cuando le oí este relato a mi padre, era un tipo bastante raro que permanecía encerrado en su enorme habitación de la casa colonial con paredes manchas por la humedad y los hongos marinos, donde a las seis de la tarde los murciélagos como negros ángeles de la guarda, salían por los agujeros situados sobre las vigas del techo, revoloteando sobre su blanca cabeza, para luego precipitarse como balas hacia la verde vegetación de las playas cercanas, donde se alimentarían de insectos, y quién sabe de qué mas alimañas.

El primo de don Pacho no temía a nada, porque no era el miedo la razón de su perpetuo encierro en el cuarto donde no permitía entrar a los demás miembros de la familia y sólo recibía los alimentos desde la puerta, como si se tratara de un presidiario de alguna de las mazmorras de la ciudad amurallada.

Nadie sabía qué guardaba en aquel baúl, cofre, valija, maleta misteriosa. Todos daban un ojo de la cara, afirmando que estaba repleto de doblones de oro con la imagen gravada del rey de España. Monedas de aquellas, que se le quedaron olvidadas a alguien en alguna parte ante el zumbido de las balas de los trabucos de Bolívar, antes pirarse pitado hacia la isla de Jamaica, cuando le llegó por el correo la noticia de que venía la invasión napoleónica de don Pablo Morillo. Y cuando los lelos de la Patria Boba, no lo escucharon para unir sus fuerzas contra el invasor dejándose de tanto tonto brete intestinal.

Quién sabe cuál sería la verdadera historia de esa maleta de madera, pero lo que sí se sabe, es que todos querían abrirla pero la furia orozquiana del primo del abuelo, armada con una pistola decimonónica, repleta de balines y pólvora, no dejaba poder pie un centímetro en el pretil de la puerta. Sólo lo detallaban en la penumbra siempre con unas tijeras en la mano, haciendo recortes de la prensa que le traían con el desayuno, o a veces escribiendo en una máquina sobre una mesa igualmente antigua.

Hasta el día que cegándose en dios, y en las once mil vírgenes, decidió salir a la luz pública de su familia para decirles: “Me largo para Panamá.” Todos lamentaron que se fuera pero no por él, sino por el baúl, y su misterioso contenido. Pero cómo lo iban a detener, si estaba armado como un bucanero rabioso en busca de otras tierras más amables donde pudiera ejercer sin trabas sus fechorías secretas.

El primo de don Pacho se embarcó en la goleta, sólo con la ropa puesta de siempre, y claro la caja, y la pistola para defenderse si alguien trataba de detenerlo, heredada de su padre que se la dejó para que se defendiera de los chapetones si volvían a matar gente en Cartagena.

Se embarcó y nadie se fijó por el acarreo dentro del navío, en el personaje salido de la nada. Se pensó que era algún naúfrago, pues tenía el aspecto del Caballero de París, aquel actor, que después de irse al fondo del mar su compañía teatral francesa, que venía con rumbo a La Habana, quedó flotando sobre un tronco en las aguas azules pero malvadas del Caribe.

A mitad del viaje hacia el istmo, el primo de León Orozco, murió. Y como ya los rumores del tesoro que llevaba se había difundido en toda la tripulación, como jauría de buitres marinos los navegantes se precipitaron sobre el cofre cuidado con celo por aquel albatros baudelariano, y volaron con un certero disparo el grueso candado corroído por el salitre de tantos años de olvido, y lo que hallaron fueron sólo recortes de prensa, fotos antiguas en sepia de personajes fantasmagóricos, que seguro nunca habían existido. Y en el fondo de la caja una carpeta conteniendo los poemas de amor a una mujer con nombre de cineraria, extraviado en el fondo del baúl.

Dirigidos por su capitán los marineros resolvieron hacer lo que siempre se hace en estos casos, ponerlo sin ceremonias náuticas sobre el tablón reglamentario, y el primo hermano de don Pacho, fue a parar con su arca dorada al fondo del océano como la obra inédita de José Asunción.

Alegría de Pío. 13/9/2015/9:38 a.m.

*Relato enviado por su autor.


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