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La utopía cabalga de nuevo

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(De los días aquellos en que don Quijote y otros poetas nos cantaban al oído)


Por: Reinaldo Spitaletta


Éramos tan jóvenes que pensábamos que el mundo era nuestro. Y que podíamos transformarlo. Conjeturábamos, tal vez, que el futuro traería menos desamparos y más posibilidades de figurarnos que la imaginación llegaría al poder. Y ahí, en esa congregación de utopías, estaba el movimiento social de los chilenos, al que habíamos accedido antes, plenos de ilusión, gracias a las canciones de Víctor Jara y Violeta Parra, y por habernos acercado a la Escuela Santa María de Iquique, la de la masacre de los obreros del salitre, ocurrida en 1907, en las voces sediciosas de Quilapayún.

También por haber conocido una obra de teatro, Los que van quedando en el camino, sobre “los que murieron sin ver la aurora”, que testimoniaba la epopeya de miles de inquilinos de la tierra, con una protesta de largo aliento, reprimida por el gobierno chileno de 1928. Ah, y recordábamos que en ese mismo año, en Colombia, se produjo la masacre de las bananeras, de parte de la United Fruit Company con la aquiescencia del gobierno conservador de Miguel Abadía Méndez.

Estábamos todavía con la juventud empotrada en cuerpo y alma cuando quedamos estupefactos por la noticia del derrocamiento de Salvador Allende, el 11 de septiembre de 1973. Era un sueño que se derrumbaba; lo pulverizaron Nixon y Kissinger, con la CIA, las transnacionales como la ITT, la oligarquía chilena. El asesinato (que no suicidio) del presidente, elegido tres años antes por el pueblo, nos convocaba a continuar en la profundización de las utopías. Nos enseñaba, tal vez, que transformar el mundo no es asunto de unos pocos días, y que siempre habrá enemigos (agazapados, unos; evidentes, otros) de los cambios que tengan que ver con la dignidad y el ascenso de los oprimidos.

Atrás habían quedado el Mayo francés, Tlatelolco y la masacre de estudiantes, los movimientos de la contracultura de los sesenta. Pero el mundo seguía hirviendo, y la muchachada parecía tener conciencia de su rol histórico, quería ser parte de las lizas y cambios sociales. Más que para interpretarlo, el mundo está hecho para transformarlo, seguíamos pensando. La utopía no se acababa con el golpe de estado de los militares chilenos. Como tampoco se había terminado con la Primavera de Praga, ni con el socialimperialismo soviético. Y seguíamos cantando, porque no queríamos que la canción se volviera ceniza, como lo decía un poeta uruguayo.

Éramos todavía muy jóvenes cuando en la voz de Serrat, con palabras de Milanés, se escuchaba aquello de “yo pisaré las calles nuevamente / de lo que fue Santiago ensangrentada…”. Las utopías estaban vivas. A veces, flaqueaban. A veces, se perdían en el horizonte. Pero, como lo advirtió un argentino (Fernando Birri), hacían caminar a la gente, sobre todo a los que tenían el “divino tesoro” de la juventud.

Después de la liberación de Vietnam, de los poemas de Ho Chi Minh (“Todo cambia, la rueda de la gran ley gira sin pausa…”), del surgimiento de los discursos posmodernistas y del neoliberalismo, aquel modelo económico devastador que tuvo dos adalides: Ronald Reagan y Margaret Thatcher; de que con la caída del Muro de Berlín quisieron poner fin a la historia y a las utopías; estas últimas, pese a todas sus adversidades y a todos sus adversarios, siguieron viviendo.

Se dirá, y no sin razones, que habitamos el universo de las distopías, el país del Gran Hermano, del poder que se mete a nuestra intimidad a través de pantallas y teléfonos inteligentes; de un nuevo narcisismo que hace olvidar el mundo del afuera; que camufla las contradicciones sociales, que mimetiza las injusticias. Se observará que somos seres alienados por las mercancías, el consumo y el dios mercado. Y las transnacionales y sus adláteres podrán afirmar: ¡qué cuento de utopías, al diablo con esas vainas que no dan plata!

Y, en efecto, los gendarmes del mundo podrán dárselas de listos cuando dicen que para qué utopías, no pierdan el tiempo (que es oro) en esas banalidades, si nosotros tenemos marines y aviones y acorazados que los mandamos a inyectar democracia y libertades donde hay petróleo y otras riquezas naturales. Para qué cambiar lo que, según ellos, está bien: los de arriba, arriba, y los de abajo, en el infierno. En los basureros de la historia.

Y de pronto, con el desmoronamiento de tantas edificaciones que querían llegar al cielo, con las risotadas de burla de los que triunfaban de momento sobre los desventurados de la tierra, las utopías se mantenían en la mente y en los sueños de los que nunca cejan. En aquellos que, con Bertolt Brecht, seguían loando el estudio: “¡Estudia lo elemental! Para aquellos cuya hora ha llegado no es nunca demasiado tarde”. Y lo que parecía una consigna de paso, se volvía una salutación, un llamado a no derrumbarse: persigue el saber, empuña el libro (es un arma): “¡estás llamado a ser un dirigente!”.

Y en medio de las dificultades, en medio del naufragio de las ideas que convocaban a derrumbar los sistemas opresivos, el caballero andante se nos aparecía en cada esquina de la desazón, para recordarnos que la “libertad es el mayor don que a los hombres dieron los cielos”. Y sabíamos que, más que los cielos, eran las luchas, las únicas que deben ser eternas, las que servían para conquistar el paraíso terrenal. El Caballero de la Triste Figura, un hombre libre, nos seguía convidando a ser heraldos de la libertad.

Bueno, al fin de cuentas, convengamos en que las utopías sirven para eso, para caminar. Es suficiente. Nos llevan a hacerle eco a las palabras de un antiguo poeta: “tú marchas en busca de un mundo mejor y de un tiempo más bello”. Y cuando el desgano nos esté consumiendo, siempre habrá que evocar e invocar a ese caballero del honor, don Quijote de la Mancha, para, con León Felipe, pedirle que nos haga puesto en su montura para irnos con él a ser pastores… El ingenioso hidalgo de algún lugar de la Mancha sigue siendo el gran utopista. Por eso continúa cabalgando.


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