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Cuentos para digerir el posconflicto: Relaciones exteriores

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Por: Amilcar Acosta.


Saludable y musculosa, con la camisa limpia y el rostro recién afeitado, la mitad superior del cadáver de Atilio Casasbuenas, hallado en el lindero del basurero municipal bajo la cerca de alambre de púas, parecía negarse a la injusticia de su muerte y se notaba tan despierta que algún mirón creyó que en cualquier momento iba a largarse a hablar y a revelar quién fue su asesino. La otra mitad, del ombligo hacia abajo, presumía de un aspecto contrario: los gusanos habían devorado su carne tan rápido como una carrera de cien metros planos, y los huesos ahora amarillos y untados de barro, donde antes los músculos daban constancia de fuerza, se notaban sumisos y dispuestos a engrosar los montones de desperdicios que la retroexcavadora revolvía con cal antes de apilar en una montaña multicolor que arrojaba metano a la atmósfera, como una tea de horror.

Lo habían desnudado para darle un tiro en el corazón y luego, cuando la sangre se secó como los ríos de las fotos, en negro, le pusieron la camisa y dejaron el resto en pelota, como si estuviera muriendo de calor. Entonces los gusanos comenzaron su banquete en la zona desnuda, dejando la más elegante como plato fuerte del hambre siguiente, lo que nunca ocurrió pues Napo, el tonto, nos informó de la desgracia y se armó una escandalera tal que en minutos lo que quedaba del cadáver voló en parihuela a la morgue del hospital. Nosotros no podíamos creerlo. Es que el pobre Atilio no merecía esa muerte. Yo, burlando la vigilancia del portero del hospital –sólo hube de poner cara de enfermo terminal, como somos todos sin importar la edad que ya no tenemos-, y avispado como soy, entré al salón de las neveras y lo vi: su rostro, sin ganas de olvido, parecía clamar por una venganza que nunca se daría. Porque ya la justicia local había dado la espalda al asunto y las malas lenguas vaticinaban que el juez habría de comprar un carro nuevo con unos dólares misteriosos que aparecerían en su cuenta corriente, por cosas de la casualidad.

Cuando lo invitaron a la fiesta de Luisa, la hija de Orlando el que trabaja en la embajada, Atilio Casasbuenas venía de proponer matrimonio a Lorenza Chamorro, la que tiene las mejores piernas de este lado del planeta, los senos como dunas de la playa del mar dulce, la cara como un regalo y la sonrisa de las buenas noticias. Y venía feliz: es probable que Lorenza lo hubiera aceptado y la vida se abriera al futuro como una flor roja. Digo que es probable porque esa noche en la fiesta, hundido en la vorágine de los hechos que determinaron su desgracia, no tuvo tiempo de contarnos cómo le había ido con lo de la propuesta de matrimonio (algunos, que también amaban a Luisa, pero en silencio, no dieron esa noche por muerta la ilusión), y eso fue algo que supimos después, en el resumen de la desgracia que en los barrios de los pobres no tarda mucho en completarse. Los barrios, como los pueblos pequeños, son un infierno grande según los rezanderos, y un cielo pequeñito según los pesimistas. Al enterarse de lo de la fiesta, derecho como un riel, Atilio regresó donde su (supuesta) prometida a invitarla, y hay quien dijo después, cuando lo del resumen, que en su segundo regreso ya no se veía contento: le tocaba ir solo a la fiesta porque la emoción de la boda le había causado diarrea a Lorenza, y así ni con piernas bonitas se puede bailar. Ni con senos como dunas. Ni caras como regalos. Ni sonrisas como las de las buenas noticias.

Esa noche llegó a la fiesta (con la misma camisa que después su cadáver luciría) a eso de las diez, cuando las últimas beatas volvían a sus casas después apagar los velones de la iglesia, que ardían gracias a las limosnas que a los muchachos pobres nos sacaban un pan de la boca por causa de la fe de los mayores; cuando las solteronas al servicio (sin sueldo) de la curia habían terminado de barrer los corredores del convento anexo donde unos monjes solitarios memorizaban las oraciones que llenarían su estómago per secula seculorum, quisiera dios o no; cuando habían terminado de desinfectar con creolina los pisos de mármol, brillar las bancas, persignarse y pasar por alto los quejidos de alguna feligresa de turno en la verga del padre Arzalluz, mujeriego como un vibrador, el padre, ¡que la virgen lo tenga en su gloria!

Apenas Atilio Casasbuenas llegó con la camisa de marras, el rostro ceñudo, la nariz pronunciada, pecoso el cutis y los ojos azules como los horizontes seguros, un jean marrón que incrementaba su estatura, zapatos de cuero color beis, de esos que nos compraban y sólo nos dejaban usar en los grandes acontecimientos, que casi nunca acontecían. Se le notaba triste por causa de su primera viudez, o a la desgracia equivalente al hecho de que la novia no vaya con su novio a una fiesta. Entonces, para ponerlo al día y que dejara de pensar en la adversidad, le contamos que había venido a la fiesta una gringa (porque así se llamaba cualquiera con pelo de cabuya y ojos azules), “esa loca” –algún voluntario la señaló con el dedo-, “la que grita en la pista de baile y da tanta guerra que asusta”. Sin mucho interés, Atilio se alejó del corredor donde nosotros, los del grupo, bebíamos ponche antes de decidirnos a bailar, se asomó a la sala y la vio. Corpulenta, alta, ebria, descalza y con unos ojos azules que daban mareo de lo hermosos que eran, la gringa tenía una teta casi a la vista y bailaba sola una danza lasciva, diferente a la noria contenta que giraba en los pies de los nuestros.

Después -y dale con lo del resumen- se supo que el jefe de Orlando, uno de los tipos importantes de la embajada, le había pedido a Orlando que dejara a su hija asistir a la fiesta de Luisita con un guardaespaldas. Era bueno que la niña supiera cómo eran las fiestas de aquí, para tener algo que contar a la familia cuando volviera a su casa, por allá tras los mares del mundo.

La gringa vio a Atilio limpio de pies a cabeza, con la camisa nueva, la cara afeitada y bañada en perfume y un rostro que hablaba de futuros contentos, y se le vino en picada, como un bombardero. Los que saben inglés –que es cualquier jeringonza que uno no capta- entendieron que la tipa quería comérselo, a Atilio Casasbuenas, pero él la rechazó porque estaba enamorado y no iba a fallarle a su novia, lo cual desencadenó su desgracia.

La gringa, frustrada y con rabia, comenzó a quitarse la ropa y a bailar cosas raras. Se descompuso, tomó la blusa que se había quitado, la metió en la palangana del ponche y la escurrió en su boca pintada de rojo, bebió goterones de ponche como para meterse la borrachera del siglo, y se dedicó a mortificar al pobre Atilio: le tocaba la cara, lo jalaba de los brazos para obligarlo bailar, le gritaba palabras extrañas, le arrimaba los senos que ya todos conocíamos de memoria, pero nada de eso bastaba para hacer que nuestro amigo condescendiera a bailar con esa loca. Los papás de Luisa estaban encerrados en un cuarto tomando whisky con algunos amigos y el guardaespaldas gringo, y ni cuenta se daban. A nosotros el asombro nos tenía como estatuas.

De repente la cosa pareció detenerse: la gringa puso cara de fastidio, dio media vuelta y se encerró en el baño. Pasó algo así como media hora y la fiesta pareció componerse hasta que se descompuso del todo, porque la gringa apareció desnuda –yo, que no sé inglés pero tengo una vista de águila, recuerdo una gota de agua que se soltó de su pubis y cayó sobre la pista de baile haciendo un ruido mayor al de las campanas que tocan a gloria- y gritando una retahíla de voces absurdas. Los que saben inglés dijeron luego que la gringa gritaba que la habían violado y llamó al guardaespaldas. El tipo, a todas las luces ebrio, habló con ella y por sus gestos entendimos que le preguntaba quién era el violador; entonces ella fue hasta el corredor donde estábamos sentados los hombres y señaló a Atilio quien, por supuesto, era inocente. Nadie había entrado nunca, y menos él, al baño mientras la gringa estuvo allí. Pero los que sabían inglés no pudieron convencer al gorila, y éste, mientras nos amenazaba con una pistola, llamó por teléfono a la embajada y a los pocos minutos llegaron unos soldados extranjeros, se tomaron la casa y se llevaron a nuestro amigo y la gringa. La fiesta se convirtió en un velorio y se terminó a los pocos minutos. Los más allegados salimos juntos y duramos todavía un par de horas en el parque comentando el asunto, pero nadie vaticinó el final tan negro que nos tocaría vivir.

Atilio Casasbuenas estuvo un poco más de once meses en la cárcel; no fue suficiente con que los abogados contratados por la familia Casasbuenas apelaran a la embajada en su idioma de gringos, ni que lo hicieran ante nuestra justicia en palabras normales; tampoco sirvió el hecho de que no existieran pruebas de la culpabilidad de nuestro amigo. Dicen que por cosas de las Relaciones Exteriores, los de ese país ordenaron a nuestro gobierno que debía castigar al violador, y se negaron a traer los exámenes médicos legales de la supuesta víctima, en los que con seguridad debía constar que nadie la violó esa noche, a menos que ya hubiera tenido sexo cuando llegó a nuestra fiesta. De repente fue el guardaespaldas quien le hizo el amor, pero yo eso lo digo en mi idioma secreto, no sea que lo sepan los gringos y vengan por mí.

Nuestro amigo siguió en la cárcel hasta que nosotros hicimos la huelga de hambre en el parque del barrio, y la noticia le dio vuelta al mundo. Vinieron periodistas de todas partes. Los abogados se quejaron en varios idiomas ante la Corte de Yonosédonde, y un día soltaron a Atilio. Pero la libertad le duró hasta el domingo siguiente, cuando estaba en el parque contándonos sus aventuras en la cárcel. En medio del cuento llegó una camioneta con unos tipos trigueños, con cara de ser de por aquí, y como en las películas, con sus pistolas y gritos miedosos, secuestraron a Atilio.

Al día siguiente Napo, el tonto que trabaja en el camión de la basura, pálido y agitando los brazos como un abanico, llegó al parque donde una muchedumbre repetía lo del secuestro y luchaba por aclarar los pormenores, que cada uno dibujaba a su manera sin llegar a un acuerdo; cuando le permitimos hablar, entre tartamudeos y lluvia de babas, Napo nos dijo que una mitad de Atilio estaba viva y que a la otra se la estaban comiendo los gusanos; y que si no nos apurábamos se le iban a comer la camisa nueva que había comprado para ir a la fiesta de Luisa.


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