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Dos miradas a la poética de Gonzalo Márquez Cristo

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Por: Por: Gabriel Arturo Castro / Tomado de Con-Fabulación.

Gonzalo Márquez Cristo, fotografía por: Carlos Duque
Gonzalo Márquez Cristo, fotografía por: Carlos Duque

1. La palabra liberada


La poética de Márquez Cristo procura instaurar una constante reflexión filosófica, en cuanto se interroga la existencia del ser y el poema o sus partes se convierten en breves máximas, sentencias, aforismos o frases enfáticas. Al fondo escuchamos los ecos convulsos de Ciorán, las profundas intuiciones de René Char o los signos punzantes de Roberto Juarroz. Así emite una voz que parte del ser trágicamente reducido a la nada, poseedor sólo de fragmentos y que arriba al ser de resoluciones, al de las grandes decisiones. La poesía redime y encumbra después de la ruina, del marginamiento. Nos plantea la utopía, la liberación, la revalorización de lo cotidiano, el espacio donde cuestiona y se explaya el pensamiento del poeta. Nuestro devenir se escudriña, interpreta y sondea mediante una “alquimia verbal” y “desesperado tránsito” por las imposiciones de la realidad. Se manifiesta acerca de “la descarnada lucidez con la que Gonzalo Márquez Cristo induce al crescendo de su palabra, presagia un dolor capaz de destruir la indiferencia, forzándonos a reclamar la necesaria forma de una esperanza que jamás podrá humillarnos”. La cita de Vladimir Holan, así lo confirma: “No sé, no consigo recordar... / Tendré que aprender de nuevo el dolor. ¿Cuánto tiempo estuve entre la muerte?”

El poeta ni rechaza ni justifica el dolor, lo trasciende mejor como respuesta. Leamos el final del poema titulado “¿Qué hemos hecho con el dolor?”:

En este tiempo en que la verdad se parece tanto a la muerte preparamos un dolor desconocido. En este instante que la desgracia nos hace libres, el cambiante asesino, el esclavo de la geometría, recorre su elegida ruta del terror y alguien lo escucha golpear en nuestra puerta.

Como todos sus poemas, éste también fascina por su fuerza, gracias a la subjetividad, vida interior y emoción del sujeto que enuncia. Observemos ahora el inicio del mismo poema:

Hemos visto la eficacia de la devastación. La muerte no fue domesticada y ahora queremos conocer la venganza que hay en la paz. La rebeldía se hizo inútil y nos detuvimos. Volvimos al silencio o a la palabra elemental, la del origen, y estamos en peligro... Oramos abrazados a un roble. Creemos en los paraísos de la obsesión.

El dolor en dichas creaciones pertenece al mundo de las percepciones y las sensaciones, así ellas se produzcan dentro de un aislamiento existencial. La nostalgia es inevitable, el pesar por el alejamiento de los lugares, la distancia, la provocación de la memoria.

Márquez Cristo habla, entonces, de las palabras perdidas, de quien lee la escritura de la lluvia y “sin embargo no puede escapar”. La palabra se extravía tras una multitud de imágenes, luego el hombre acude al grito y al llanto, a veces a la indiferencia, incluso a la guerra que nos brinda la ceniza. Tras la desaparición de las alianzas y el destierro de la noche, nos cuenta el poeta, nuestros perseguidores son capaces de hallarnos. La noche que es herida, túnel, origen de la vida, “noche, única luz en la que creo”, una declaración que parece remitir menos a las noches de Tasso, o al sentido de nocturnidad romántica, que a cierta noche objetiva, palpable, hoy instalada como un indeseado eclipse sobre su tierra y la vida de sus gentes. Desde esa noche nace su aspiración a una palabra liberada, así como su angustiada pregunta acerca de “quién podrá salvarla en esta hora”, de acuerdo con Eugenio Montejo, hecho que podemos verificar en el poema Cruz del sur:

Noche, única luz en la que creo, puesta en peligro, será arduo saber de dónde proviene el corazón. Por ti asumiré la verdadera amenaza (volver a las raíces), e inventaré el amor: mi llama horizontal; para poder esperar sin miedo al navegante rostro del espejo, al próximo dios asesino, al oscuro sol siempre escondido en el deseo, al adentro que se va...

Seguro sólo del árbol que ofrezca sombra azul.


Es clara la intención de combatir desde la sombra (a partir de un lenguaje oculto, “críptico”, como lo llama Montejo) a la muerte, al dolor. Los poemas son una serie de definiciones, digámoslo así, que funcionan simbólicamente. Hay laceración y oscuridad en el sitio de la razón poética, pero, por otro lado, las palabras resultan capaces de contener esas fuerzas dentro de una trama verbal ya sintetizada. La palabra gana vehemencia y simboliza verbalmente los estados interiores. Únicamente de este modo nos puede decir: “Cuando eliges el rumbo del dolor alguien te da un sorbo de agua”; “Perturbaremos la muerte para transformar el amor”; “Si la indiferencia vuelve a ser dolor... ¿Podremos salvarnos?”; “En este tiempo en que la verdad se parece tanto a la muerte preparamos un dolor desconocido”; “Sufro la desgarradura de pueblos agonizantes y de obnubilados imperios. Del país donde debemos reinventar a la palabra miedo”; “Me someto a este tiempo que sepultó espectros, que inventó la inútil fantasmagoría de la imagen y el canto falazmente encarcelado”; “Las miradas fijaron nuestra máscara. Las palabras comenzaron a tapiarnos. La comunicación nos hizo solitarios. ¡Sólo en la poesía alguien me hallará!”.

El poema asiste a una dramatización del contenido. Cada estrofa del texto se une para otorgar la unidad de sentido, así el orden verbal no exista. La correspondencia entre las líneas las otorga el lector, ya que vamos a las puertas de una zona conceptual, umbral que penetran las palabras, una especie de fuerza verbal, generadora de un movimiento hacia adelante, rumbo a los linderos de un dolor de interpretación metafísica. Como los poemas son aparentemente fracturados, a través de una serie de estrofas, su resolución depende de aquella interpretación lectoral. Al igual que otros eventos no puede haber recepción pasiva de las ideas, metáforas y los símbolos propuestos, y por lo tanto del rango reflexivo desarrollado. El dolor se trasforma en poesía, abstracción, advertencia, cavilación, preocupación por el destino del hombre, recogimiento que se resuelve al proclamar o expresar una tensión, al devenir en palabra:

Viajo, deseo, escribo: camino negando mi sombra. Quiero que el color y la voz entreguen sus signos. ¿Vendrá entonces la desnudez?

Intento decir la respiración a la que hemos sido condenados. La herida: la música. El silencio siempre ulterior, la profecía que define al mal, los rostros del fuego, el oriente de la escritura.

Es necesario ser enfático: el dolor habita en el cuerpo con imágenes y conceptos, se expresa en el discurso y la enunciación, pero al tiempo se vuelve lenguaje. El dolor es ya una experiencia, pues forma parte del ser personal:

Vengo de la palabra. La he sentido incesante cabalgando mi respiración, adherida al pensamiento, destruyendo mis sueños.

Observo al mundo por las fisuras de las letras. Padezco la transformación de los aromas en sílabas y de las sensaciones en epitafios, pero los ojos abren abismos, el tacto funda temblores y la voz regresa al viento.

El dolor es el de adentro, el de la utopía, o sea, el empeñado en fundar una verdad interior o decir lo prohibido. Morir, huir o persistir en los terrenos de la poesía, he ahí la cuestión, estar entre el miedo y la soledad. “Por eso la palabra se pasa de mano en mano para construir una morada invisible”, sentencia el poeta. La poesía o el grito, es lo mismo, lo importante es invertir el curso de la sangre, sanar la herida, retener los sueños, conocer el enigma, “hasta que se inicie el tiempo del espejo liberado”.

De esta manera encontraremos revelaciones e iluminaciones, hallazgos que se debaten contra el implacable dominio del miedo, nos estremecen obligándonos a decir con él: “¿Quién interrumpirá el monólogo del terror y denunciará al dios que siempre habita en la ausencia?”.

2. Oscuro nacimiento


Gonzalo Márquez Cristo sabe que la noción de poesía no se puede oponer a la de pensamiento, pues éste último hace parte de la profundidad necesaria del poeta. La hondura es característica de la auténtica poesía, junto a la búsqueda de lo recóndito, lo abismal y lo intenso, es decir, de la inmensidad. Escribir es sumergirse en el origen de la palabra: la oscuridad, el enigma, lo incierto, lo desconocido. Antes de la luz siempre fue la palabra o lo que es lo mismo, la poesía proviene de la sombra. Franco Volpi así lo atestigua:

No sabiendo de dónde venimos, no viendo a dónde iremos, nos hacen falta gotas de lucidez. Eso son las palabras poéticas: chispas de la imaginación en la oscuridad del camino, arabescos que la fantasía dibuja en torno a un inmemorable nacimiento y a un imprevisible destino, recuerdos de sueños angélicos y alusiones a sombras infernales.

Pero más allá de la fantasía y la imaginación, la lucidez también es meditación y su presencia es necesaria en la emoción creadora, la sorpresa, el placer y la conmoción. Por fortuna, la poesía de Márquez Cristo, de la forma apuntada, invita a la revelación, a poseer una actitud alerta frente al enigma. Él es un poeta que torna las cosas oscuras claras, quizás cenitales. Convida a descifrar el eterno reverso enigmático, desde la oscuridad y la lejanía, con destino a la claridad y a la cercanía. Concilia, por lo tanto, el elemento metafísico con lo emotivo de la creación, le brinda a la intuición poética un cierto contenido filosófico y existencial, pero dotado de un lenguaje personal, de un universo propio. Esta poesía procura resolver lo indescifrable, lo inexplicable, lo incomprensible e inescrutable, todo dentro de la búsqueda de la antigüedad eterna sin perder el horizonte de la novedad, hablando ya desde las orillas de la expresión. La filosofía y la poesía, en cuanto a su poder de reflexión y revelación, según grandes estudiosos del tema, cumplen una función liberadora.

Exploración, tentativa, riesgo, aventura que podría llamarse como uno de sus poemas: Descenso a la luz, donde expresa en uno de sus apartes:

La noche es mi regreso. Transito el museo de la ausencia.

Todo sufrimiento es inútil para quien no persigue la poesía, para quien no alimenta con sus ojos a las águilas.

Ejercito la sed. Amo tan sólo a quienes no pude salvar.

Ya no existe una oscuridad que guíe nuestros sueños ni los fantasmas del deseo inconcluso; sólo el abyecto intercambio que ha reemplazado al rito.

Ya no busco, pierdo...

Y ni siquiera encuentro un lugar en el asombro.

No puedo olvidar más. Ni pretendo saber las tres respuestas ocultas por la muerte

Márquez Cristo le ha dado vuelta a esos enigmas (adivinanzas, acertijos, predicciones, augurios) y les ha añadido nuevas esferas de preocupaciones, entrevisiones, círculos y fulguraciones. También espirales que forman su recorrido poético, una sucesión de estrofas a manera de sentencias, máximas o definiciones que se reúnen en el texto de forma casual, buscando lo incondicionado poético. El cuerpo del poema es, por lo tanto, fragmentado intencionalmente, siendo cada frase autónoma y capaz a la vez de asociarse con otras para un formar un sentido, de acuerdo a la actividad del lector. Incluso las máximas se pueden permutar más allá de su finalidad inicial, desprendiéndolas del texto original, hecho que podría establecer una relación de lectura oblicua, pues la poesía posee un carácter de desviación e inclinación del sentido. Leamos el texto titulado Desiertos como ejemplo de esta forma que se vuelve camino de ida y vuelta:

Una máscara para el día, una revelación para la noche.

Perdido el misterio, dependemos del adiós: del sortilegio dividido.

Del hastío a la evasión perfecta conocemos todas las formas de la herida. El despertar abolió sus ceremonias. Usamos el delirio y no pudimos proteger la hoguera del asombro.

¿De qué estás hecho paraíso?

Liberamos los pasos. Padecimos la alianza en fuga, el presente demediado... y la imaginación nos hizo sufrir.

Siempre que buscamos la belleza encontramos el miedo. Conocimos la hora proclive a los recuerdos y la mirada inquisidora de los objetos ofrendados.

El mar ya no vino por nosotros... La lluvia del terror caía en las espaldas. La tempestad nos hablaba de la vida.

¿Cómo hago ahora para franquear la ausencia?

La elección de cada máxima está cargada de convicción, certeza, azar y premeditación al unísono: “La culpa que deja partir es el amor”; “Cada origen decretará la abolición del yo”; “Ninguna palabra ha permanecido ilesa”; “Aquí sólo el fuego conoce los caminos”; “Cuando la sombra nos precede sospecho que el tiempo me vigila”; “Los más precarios ídolos controlan el terror”; “Encomiendo al poeta la protección del instante”; “Cuando se interrumpe el tiempo alguien decide nacer”; “Ninguna pregunta será resuelta hasta que culmine el canto del agua”; “Conocí pronto la ecuación de la ausencia y nadie volvió a traerme noticias de la luz”; “La sublevación del deseo nos dejó a la intemperie”; “Nos han forzado al reino del olvido. Los colores inventan las tinieblas y nuestros nombres se tornan cifras”; “¿Cuánto sabe el espejo de la muerte?”; “Nadie arde dos veces en el mismo fuego”; “Esperamos un sosiego cruel que nos habían prometido”; “¡Porque aquello que soñamos será nuestro suplicio!”; “Estaremos solos. La palabra ha sido puesta en potro de tortura”; “Nosotros los desposeídos, quizá alcancemos el agujero para salir a la vida, allá arriba”; “Todo lo que pretendo cantar no pertenece a la vida”; “Perseguimos hasta aquí al dios errático del deseo y conocimos su destino de ceniza”; “Porque debajo de nuestros paradigmas aguara el limo, debajo del arquetipo la momia del espanto...”.

Existe una voluntad de explorar un problema, un dilema de naturaleza filosófica y espiritual. Nos habla de la ausencia, la pérdida, la herida, el recuerdo que pugna por emerger, la culpa original, el desequilibrio de la belleza, las respuestas ocultas por la muerte, la abolición del yo, la angustia por recobrar el paraíso, el dolor, el poema como incendio de la tiniebla, la escritura y su relación con el cuerpo, la fuente del lenguaje, el retorno del nómada, el renacimiento, la instigación contra la noche, la imaginería de la guerra, la escritura y el olvido, el destierro del hombre, el futuro o el porvenir, la memoria del sobreviviente, la interrogación del sueño, el papel del odio, la intervención del silencio, el despojo de la palabra, el hastío y la evasión como formas de la herida, las vecindades entre el miedo y la belleza, el espejo y la muerte, el tiempo y el amor, la derrota, el abismo, la ceguera, la derrota provechosa, el grito, la inquisición, la esclavitud por el deslumbramiento, el misterio, la antigüedad del hoy, el delirio perseguido, el viaje del deseo, el poema enfrentando a la muerte, el poder y su voracidad, la búsqueda, la pasión, la rebelión, la prisión de la escritura, su apocalipsis.

Al respecto Marco Antonio Campos señala:

En los versos de Márquez Cristo la oscuridad guarda hendiduras fulgurantes, el deseo quema y hiere, la vigilia sirve para elucidar los aciagos signos de las imágenes de los sueños, los navegantes pierden las estrellas y cada paso por el camino de la vida nos lleva a adentrarnos poco a poco en la niebla funesta.

Llenos de admirables versos enigmáticos, los poemas nos subyugan. Eugenio Montejo reafirma que a través de un “versículo abierto, desceñido, que confiesa despreciar el cuerpo vertical de los poemas, su voz se abona al combate de la sombra, desde un tono recorrido por cierto rasgo críptico”. Como la sibila, el augur o el hechicero, Márquez Cristo da respuestas ambiguas o mensajes oscuros. Poesía y oráculo se identifican en algún momento al volverse un aluvión de signos.

La poesía de Márquez Cristo está reservada para espíritus profundos, ya que su palabra introduce una resistencia extraña, lenta, producto de experiencias, impulsiones e imágenes maduras. Las líneas son frases íntimas, ideas, percepciones, intenciones, pensamientos, preguntas, resoluciones interiores, estrofas que hablan de cosas ausentes, secretas y sentidas. Palabras, relaciones, impulsos, imágenes, un lenguaje vivo que sobrevive al cifrado, a la oscuridad de su nacimiento y que por lo tanto inaugura un universo poético de formas sensibles que proceden a su vez de ideas meridionales, sustanciales. Los actos de dicho universo son estados, encantamientos, formas sobre un espacio, ritmos, acentos, movimientos con fondo incluido: ideas, memoria, sensaciones y afectos. Aquí “la memoria es la sustancia de todo pensamiento”, el sustento de la actividad interior que trajina sobre la ausencia y la pérdida:

Conocí los pájaros que escapaban de los libros. Las ventanas de viento, las puertas del agua. Después advino el mantra carnal, el aluvión de signos. Caravanas de sombras arrasaron mi lecho. Padecí el exilio de un lenguaje demasiado antiguo.

La poesía, entonces, no depende totalmente de su contenido intelectual y ello es un atributo en tiempos de ciertas modas literarias, pues detenta un sabor de memoriosa magia, de encantamiento extraño. Por lo tanto, la obra de Márquez Cristo es más que un trabajo inteligente, dada la combinación de voz misteriosa y meditación, acción y percepción, pensamiento y azar, tal como lo expresara Franco Volpi, al referirse a esta inquietante poética: “Poetizamos alborotados por el misterio de la carne. Por la densa y fugaz presencia que atraviesa la noche, brilla, y se apaga. La poesía es el único lugar donde vale la pena habitar”.

Su campo de estudio primordial ha sido la historia cultural de España del siglo XX, especialmente tras la Guerra Civil, a través de sus ensayos sobre la disidencia intelectual al interior del país (La resistencia silenciosa, 2004) y su actividad en el exilio (A la intemperie, 2010), así como por sus biografías de figuras como Dionisio Ridruejo y Ortega y Gasset. Pero Jordi Gracia -nacido en 1965, profesor en la Universidad de Barcelona- no ha tenido problemas en desplazar algunos siglos su punto de mira.


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