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Paz: Los variados sentidos, la paz es de todos, la cultura de paz y la palabra

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Por: Luis Fernando García Núñez / Colombia


Introducción


Solo tres letras y una pequeña y sonora palabra. Tan ajustada es su pronunciación, como su escritura. En latín era pax, y entre los sinónimos está armonía –o harmonía–, concordia, sosiego, tranquilidad, calma. En inglés peace, frieden en alemán, en francés paix, pace en italiano, hacana en aimara, qasikay, en quechua, en hebreo shalom: el saludo judío.

De ella han hablado todos, en todas las lenguas, las casi 6.000, aunque en pocas, muy pocas, no ha sido necesaria. Han vivido en paz sus hablantes. Está entre las más oídas y escritas. Y, claro, vilipendiadas. El blanco, suma de tres colores, símbolo de la totalidad y síntesis de lo distinto, es el color de la paz. “En el Apocalipsis, el blanco es el color del vestido de los que ‘han salido de la gran tribulación, han lavado su ropa y la han blanqueado con la sangre del Cordero’”(1). Para no extendernos, también ¡la onomatopeya de un balazo!


Los variados sentidos de la paz


Pero la paz tiene hondos significados. Pequeños, pero precisos y preciosos. Inquietantes. A ella se puede llegar sin mayores contratiempos. Es una condición soberana del ser humano que se obtiene desde el espíritu, desde la conciencia. Una especie de substancia particular en la que no penetran los rencores ni las venganzas. Es la condición sine qua non del ser que ha traspasado los recónditos abismos de la ambición, de la insidia, del egoísmo, tan íntimamente ligado a la codicia. Es el estado perfecto de los valientes. Los cobardes desprecian la paz, huyen de ella, los conturba. No reconocen el sosiego, porque sus almas están alteradas, atribulados por el peso de sus yerros, de sus odios.

Uno de los significados más llamativos, de los varios que da el Diccionario de la lengua española, es “Ausencia de ruido o ajetreo en un lugar o en un momento”. Pero también, para corroborar lo dicho, es el “Estado de quien no está perturbado por ningún conflicto o inquietud”. No obstante, la primera acepción del Diccionario cuadra, explícitamente, con la razón de este escrito y con la que tenemos los colombianos desde hace unos años, “Situación en la que no existe lucha armada en un país o entre países”. Y para reiterar ese sentido, la segunda acepción dice que es la “Relación de armonía entre las personas, sin enfrentamientos ni conflictos”. Alcances que algunos quieren desconocer, y repito, como un tormento que los persigue porque la guerra es su estado natural, es su forma de vida y solo al vaivén de las bombas y de los muertos sienten hervir su sangre, germinan sus ideas. No atisban en sus horizontes sino el odio y la tragedia: la hecatombe es su fe. Su fuerza.


La paz es de todos


Pero a la vera de los caminos están los despojados y los condenados por la guerra. Están los que lloran el dolor. Todos. Los de un bando y los del otro. Sí, los del otro. Todas las vidas son iguales. Los huérfanos y las viudas de un lado y del otro claman justicia. Quieren justicia. Nada más. Y eso es mucho. Quizás es todo. De ese dolor, de ese clamor, viven unos pocos. Se alientan, se envalentonan. Su cinismo trasciende las esferas de la decencia, de la pulcritud. Enarbolan unas banderas y con sus aviesas palabras van sembrando sus minas, que son tanto o más peligrosas que las quiebrapatas. Son los proyectiles del resentimiento. De eso viven y por eso desean la guerra.

Una sola palabra desencadena esta tormenta: paz. Una palabra a la que inexorablemente están atadas otras. Cientos de otras: verdad, perdón, democracia, justicia, libertad, honradez, trabajo, dignidad, vida, progreso, educación, fe… Para nosotros son todas. Las miles que están, y no, en todos los diccionarios. Cientos de miles que han atravesado este pequeño escenario que es Colombia, de esta joven república que ha tenido que atravesar tantos dolores, tantos agravios. Tan lejos de la sensatez y tan cerca del desprecio y del cinismo. Casi sin esperanzas. Tantos libros, tantas crónicas, tantos informes para pedir que la guerra, que la intolerancia no sean el pan de todos los días, tantas voces implorando porque la concordia inunde los caminos, los magníficos caminos de este pueblo atribulado. Y nos queda, siempre, una última oportunidad o el naufragio nos cobrará la pusilanimidad, ahí seremos, entonces, otro Estado fallido.

Hay otras voces y a ellas nos aferramos. Otra cultura y otra conciencia. Otra visión. Y a ella acudimos ahora, amparados en una idea: la defensa de la vida. De todas las vidas, sin distingos de ninguna clase. La vida de todos y la paz de todos. Sí, la defensa de nuestra vida y la de los otros, incluso amen la guerra. No importan las decisiones que se tomen en La Habana, porque es la vida de todos la que nos importa. Nos importa la vida de los soldados y los guerrilleros, los paramilitares, los narcotraficantes. Los queremos vivos a todos. No queremos más tumbas abiertas por la mediática idea de la impunidad, la misma que ha imperado para quienes, hipócritamente, sueñan la guerra. No. La guerra abona el camino de la arbitrariedad. Lo fortalece. Es la esperanza de algunos, porque el chantaje de las armas inmoviliza a los pueblos. Queremos que ellos y nosotros hablemos en forma civilizada de razones, “sus” razones, “nuestras” razones, que en esa gran conversación que algunos han propuesto sea posible oírlos y preguntarles. Que todos podamos fundar una cultura de paz. Queremos las respuestas a tantas preguntas…

La carrera es complicada, pero va a ser reconfortante. A ella se suman todos los días nuevas voces, nuevos alientos. Hay niños y niñas que dicen no querer más estruendos, ni más lágrimas. Jóvenes que aspiran a ser grandes inventores, abogados, ingenieros, médicos, políticos, escritores, artistas…, y quieren viajar por el mundo sin estigmas, dispuestos a llevar la sonrisa y la disposición de sus sueños. Adultos que quieren la tranquilidad que se requiere para ilustrar a esas ansiosas generaciones que corren para alcanzar los beneficios de la gloria, viejos y viejas que aspiran a que los últimos días de la vida, de la bien llevada, sean el preámbulo a un paraíso definitivo, al descanso final, por el que se ha luchado con tanto ardor. Y ahí está la señera presencia de la palabra. Otra vez la palabra. La fuerza de la palabra.

Kipling, el escritor inglés, partidario mezquino y lucrado de la primera guerra mundial, fue duramente castigado por esta siniestra conflagración, pues perdió a su amado hijo John, y escribió, entonces, un dolido y significativo epitafio que no queremos sea escrito en nuestras tumbas:

“Si alguien pregunta por qué hemos muerto,

Decidle que porque nuestros padres mintieron”(2).

Ahí, en las palabras, está la razón de esta denodada lucha. Las palabras con toda su fuerza, aunque ellas poco o nada signifiquen por sí mismas, pues “solo cuando un sujeto pensante hace uso de ellas, representan algo, o, en un sentido, tienen significado. Son instrumentos. Pero aparte de ese uso referencial, que debería privar en todo uso reflexivo o intelectual del lenguaje, las palabras tienen otras funciones que pueden agruparse como emotivas”(3), viejo principio que nos indica cuál es el camino debido. En las palabras, en las nuestras, está la razón de una lucha que hemos comenzado y que no tendrá, no podrá tener, fin. No obstante, la emotividad de la palabra puede ser adversa al propósito del mensaje. Puede alterarlo, destruirlo. Y ello se supera en una auténtica cultura de paz.


La cultura de paz y la palabra


Lo hemos dicho en la justificación del Proyecto Hacia una cultura de paz: “Para la construcción de esa nueva sociedad, de esa Colombia posible, en la que impere la paz, en la que podamos darle importancia al perdón y a la reconciliación, en la que se erradique la venganza y el odio, en la que puedan convivir todas las expresiones viables que da la vida, en la que se restauren los derechos inalienables de los colombianos, en la que los niños puedan correr por los campos sin peligros y los ancianos tengan las comodidades que merecen luego de tantos años de trabajos y luchas, en la que no haya más viudas ni huérfanos por una guerra que solo enriquece y enaltece a unos pocos, en la que los soldados de la patria sean amigos del pueblo sin importar colores políticos ni posiciones culturales o étnicas, en la que los campesinos puedan cultivar y vender sus productos, en la que indígenas y afro descendientes vivan sin discriminaciones, en la que los funcionarios públicos sean servidores para todos, sin sesgos religiosos, políticos, económicos, raciales o sexuales, para que todo ella sea posible, para poder erigir el país justo y equitativo que todos deseamos, ejemplo para el continente y el mundo, necesitamos consolidar una ‘cultura de paz’”.

En esta larga cita está justificada la razón, la fuerza, el propósito que encarna una cultura de paz. Hemos asumido un reto y con él queremos alcanzar la concordia, con la firme convicción de que habrá un mañana distinto al que hasta ahora tenemos. Sabemos que la paz tiene inmensos beneficios y la guerra –la confrontación– nos disminuye, nos arruina.

En esta tarea, en este trasegar, la palabra cobra especial importancia. La palabra dicha desde la perspectiva del sentido real que tiene, abierta y sincera, no emboscada en sutiles y mediáticas componendas, no alterada en función de intereses particulares, de emotivas confusiones, en fanatismos desbordados, en ideologizados e imperativos significados. La palabra para comunicar desde una función colectiva de interpretación, sin menoscabo de sus múltiples sentidos, de su abierta connotación. No interpuesta “entre nosotros y nuestros objetos en modos infinitos y sutiles”, sin comprender “la naturaleza de su poder”(4). Por ello mismo, sabedores de su inmenso poder, de su prestancia y de su, a veces, notable deslealtad, pues “llevan a la creación de supuestas entidades”, debemos salvaguardar la tarea que nos proponemos mediante símbolos muy fuertes que desempeñen “en nuestra vida ese importante papel que los ha convertido no solo en objeto legítimo de maravilla, sino también en fuente de todo nuestro poder sobre el mundo exterior”(5). En eso consistirá la cultura de paz.


Propósito imprescindible


Confucio decía que “Por una palabra un hombre es juzgado a menudo como sabio y por una palabra es juzgado a menudo como tonto. Deberíamos ser cuidadosos con lo que decimos”(6). Desde esta sabia reflexión la cultura de paz tiene, entre sus imprescindibles, un objetivo que condensa la sabia plenitud del lenguaje, utilizado solo como instrumento de comunicación, alejado de las perversas verbalizaciones de quienes aprovechan la palabra y los medios de difusión para confundir y alterar la verdad, pues las palabras ganan “contextos mediante otras palabras”(7). Como aquello, según Rousseau, de que la palabra fue necesaria para inventar la palabra. Así es entendido el último de los objetivos del citado Proyecto: “Promover un lenguaje de la paz y la tolerancia que permita la creación de una cultura del respeto por los ciudadanos y ciudadanas de Colombia y la consolidación de una sociedad abierta al consenso y al disenso”.

Parece poco, pero es mucho. La consigna puede ser la misma que en algún momento expresó Ricardo León: “Amo las ideas y recelo, en cambio, de las palabras”. Quizás haya que decirlo así: sabemos que con la palabra se ganan algunos espacios primordiales, pero somos también conscientes del “engaño de la palabra, vale decir, de su naturaleza ambigua que le permite esquivar la mirada de la mente aun en los casos en que haya sido más denso y laborioso el esfuerzo de construcción textual, se ocasionan igualmente las vastas confusiones exegéticas y las vanas simplificaciones analíticas”(8).

Así, la fuerza que a veces le damos a la palabra, a lo dicho, requiere igualmente del imponente alcance del silencio, como expresión del desacuerdo o del ultraje cometido. La forma única de contrariar ese discurso altanero y rudo es el hecho real y concreto del cual es más difícil hacer distorsiones, aunque el desarrollo técnico lo logra con menoscabo de la integridad y la vergüenza.

Este es apenas un primer esbozo que se decantará a medida que avance este proceso colectivo en el cual queremos que nuestros lectores se involucren. Este esfuerzo necesita de permanentes revisiones. Es un discurso, si de ese modo lo podemos llamar –y contrariando lo dicho–, que está en desarrollo. Es un nuevo discurso en el cual la palabra es necesaria, pero lo esencial es la idea. La idea de la cultura de paz. ¡Palabras más, palabras menos!

Notas: (1) Juan Eduardo Cirlot. Diccionario de símbolos, 2ª. ed., Madrid, Ediciones Siruela, 1997, s.v. (2) Adam Hochschild. Para acabar con todas las guerras. Una historia de lealtad y rebelión (1914-1918), (3) Barcelona, Ediciones Península, p. 497. [Trad. de Yolanda Fontal y Carlos Sardiña]. (3) C. K. Ogden y I. A. Richards. El significado del significado, Buenos Aires, Paidós, 1954, p. 35. (4) Ibíd., p. 69. (5) Ibíd. (6) Citado en Ibíd., p. 223. (7) Ibid., p. 228. (8)José Pascual Buxó. Las figuraciones del sentido. Ensayos de poética semiológica, 1ª. reimpresión, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p. 11.


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