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Jorge Consuegra, un sol en la frente

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No. 7425 Bogotá, Domingo 29 de Mayo de 2016 


Mientras unos dan plomo, nosotros damos pluma
Jorge Consuegra

Jorge Consuegra
Jorge Consuegra

Por: Arturo Guerrero / Tomado de El Espectador.


Su distintivo era el entusiasmo. Generó a los dioses en su interioridad y con ese motor contagió a colegas, estudiantes, lectores, audiencias. Esa es la etimología de la palabra entusiasmo, y él la puso en práctica tal vez sin conocerla.

Ese fue igualmente el pegante que atrajo a tantos amigos suyos en torno a su féretro de Che Guevara y de iglesia adventista. Con Jorge Consuegra se fue un hombre que llameaba fervor y que encendía la aquietada existencia de quienes lo rodeaban.

Su fuego prendió sobre varios motivos que hizo uno: periodismo, cultura y libros. En todos fue ‘outsider’, no militó en las grandes ligas, armó carpas al lado de desconocidos, principiantes, desdeñados por la máquina de la ganancia.

Tal vez no hay pequeño periódico de pequeño pueblo que alguna vez no haya recibido sus colaboraciones gratuitas, escritas desde la capital desdeñosa. Tampoco, ilusionado escritor que no recibiera acogida en sus entrevistas de radio o televisión.

Algunos, como Jorge Franco, consiguieron notoriedad luego de que Consuegra hubiera creído en ellos cuando no eran nadie. Otros fenecieron en el anonimato pero gracias a él alcanzaron el cuarto de hora indispensable para no asfixiarse.

Sus alumnos de universidad recuerdan los antros a donde los lanzó para que se tiznaran con el humo de lo real. Entusiasmo, esa era la superstición que a su juicio los alejaría del escritorio y del teléfono para zambullirlos allá donde sangra la vida.

Más que el cómo, le interesaba el qué. Más que la buena confección, la materia prima. Tanto en reportería como en narrativa, envió a sus pupilos a tomar leche de la ubre de la vaca. No le afanaba tanto que el líquido fuera luego pasteurizado o descremado.

Para los tiempos que corren, seguramente tuvo mucha razón. Consuegra aprendió la fogosidad en los celestes años sesenta, cuando los muchachos inclinaban los ojos hacia un sueño y se mantenían en alto causas, consignas, delirios por los que nadie cobraba sueldo.

Hoy nadie trabaja sin paga ni cálculo de recompensas. Aquí radica la disparatada vigencia del legado de este utopista con suéteres rojos. Es que el dinero es incapaz de prender la mecha que la pasión incendia.

Es claro que la vehemencia por sí sola no construye una empresa competente y duradera. La candela ruda ilumina y deslumbra en un principio, pero consume y espolvorea de cenizas los restos. En cambio, para moderar la brasa sabia con eficacia de siglos es preciso conocer las reglas de la combustión.

No obstante estas reglas se aprenden, mientras que el ardor es condición tesonera de seres inspirados. En los tiempos de furia de los sesenta pocos sabían cómo hacer las cosas, pero muchos guardaban la seguridad de ser demiurgos de mundos renovados. Esto les iluminaba un sol en la frente.

Jorge Consuegra llevaba ese sol. Su hija Natalia fue diáfana en su mensaje póstumo al llamarlo “mi pedacito de cielo”.


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