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Sonia en las estepas del recuerdo

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(Una canción de Gardel en una distante esquina de barrio) 

Por: Reinaldo Spitaletta 


La esquina nocturna, con bar y pianola, penumbra de muchachos que, afuera, sentados en la acera, en acercamiento para escucharse mejor sus palabras y respiraciones, dejaba oír una canción triste (a mí entonces así me lo parecía, y luego descubrí que era un drama mortal), regada por el asfalto sucio, con papelitos que el viento arrastraba: “La inmensa extensión de las estepas, / cubierta por la blanca nieve está / y son de este presidio las murallas / tan altas, que ni el sol se ve alumbrar”. 

La conversa continuaba, la especie de balada rusa, también. Y la voz del cantor, bien hecha, decía con dejos melancólicos, mejor dicho, tejía la historia. Nosotros, apenas nuevos, recientes, sin experiencias de desamores ni traiciones, proseguíamos con el rubro de lo que queríamos ser: futbolistas, médicos, mecánicos, aviadores (policías jamás), y de a poco, sin darnos cuenta, la canción se nos metía, con sus versos clandestinos, con su acento ruso, con la imagen pesarosa de un tipo en una celda, que cantaba tristuras, y pronunciaba el nombre de una mujer “¡Sonia! ¡Sonia!”, cuando había otra, del mismo nombre, que nos llamaba la atención porque era una rosa de Valledupar, perfumada y todo, flor de inspiración que interpretaba una orquesta tropical en los diciembres que ya eran parte de un pasado, cercano todavía. 

La canción se acababa y tornaba a sonar. Era posible que un parroquiano estuviera prendado de ella, o tuviera un dolor, le sangrara una herida por dentro. Y ahí seguía, tal vez con la cabeza contra la mesa, y nosotros también ahí, en las afueras, diciendo mentiras, inventando aventuras, haciéndonos los héroes como Kaliman, como Sandokan, como el capitán Grant, o cual Tarzán de los Monos o Miguel Strogoff, reunidos a la espera de que algún día pudiéramos entrar al bar, que para entonces era una de las maneras (tontas, se dirá) de ser hombres. Una graduación. 

“¡Sonia, Sonia! Tú del Volga eres bella flor”, pero, uno, con la alegría de los años mozos, qué cuento de tragedia, no estaba hecha la desgracia para nosotros, pocas bolas les parábamos al cantante y a sus decires, que más por repetición que por atención se nos fue introduciendo aquel dramón por boca y nariz, qué va, más bien por corazón e hígado, así suele pasar. Digámoslo de una vez: las canciones de aquel bar no eran para nosotros, sino para viejos, que así catalogábamos a todos aquellos que tenían más de veinte años. 

“¡Sonia! ¡Sonia! Mi existencia muere, 

encerrada en esta gran prisión, 

y antes que la nieve me aprisione el corazón, 

quiero llegue a ti mi maldición”. 

La esquina en penumbras y nosotros en ella, parte de un tiempo sin relojes, pero sí con llamados intempestivos, porque era probable, también clasificaba la posibilidad, que apareciera una mamá, un papá con voz de mando, a ordenar a alguno de nosotros, que era hora de estar en casa, o de ir a comer, o de revisar cuadernos de tareas. Y en comparación con aquellas que en ocasiones eran energúmenas, la voz del cantante sí era más arrobadora, menos agresiva que la del sujeto o sujeta que aparecería sin falta para desordenar a los que, sentados, muy juntos, no sabían de esperas ni de amores contrariados. 

Lo que sí sabíamos era que el cantor se llamaba Carlos Gardel, ¡quién no lo iba a saber!, si en casa lo cantaban, lo sonaban; si había en cantinas caras de él, muy sonriente, con sombrero, de frente, de tres cuartos, a veces mirando a ninguna parte. Lo sabíamos, pero poco nos importaba, porque, en general, casi nada entendíamos de sus historias cantadas, de sus formas bonitas de silabear, de pronunciar, que era muy claro su canto, lo que no nos interesaba era lo narrado, lo que contaba, así fuera sobre el barrio plateado por la luna. Todavía no teníamos tristezas en el repertorio vital. 

La esquina de claroscuros, hospedaje de la vida en ascenso, era, a su vez, sede de músicas angustiosas, como la de la mujer infiel, la de la “vil pasión”, la que se dejó ceñir el cuello por otro hombre, la que desencadenó un trágico final a puñaladas, una condena en una cárcel sin sol para el asesino, que entre aquellos muros añoraba a su “¡Sonia, Sonia!, ya no sé si existes!”. Nosotros, en otro mundo. Y el cantor insistiendo con aquellos versos quejumbrosos: 

“Y nada en este mundo llega a mí,
sólo hordas y hordas de cosacos
y de hambrientos lobos hay aquí.
Aunque mi recuerdo en tu memoria,
por ser tú dichosa, ya no esté,
en tus sueños, cual fantasma apareceré,
y esta historia te recordaré”. 

Después, cuando ya había desaparecido aquella esquina de muchachos perseguidores de estrellas, cuando no estaba el Seeburg ni tampoco la cantina, cuando algunos teníamos bozo y ya en las caras de unos bien parecidos se asomaban las cicatrices del acné, nos metimos en las líneas de Harry Haller, y supimos que la soledad era una manera de la independencia, como la de los lobos esteparios. Y las páginas de Dostoievsky, cuya lectura nos ayudaba a disolver la angustia existencial, o, mejor dicho, a cambiarla por un hacha, por una avara, por un megalómano, nos pasearon por paisajes siberianos, por frías estepas, por mundos como el de otra Sonia, más bien obsequiosa de piel, que nos hizo recordar a la de la otra rusa, por la que un hombre tiritaba en una celda. 

Años más tarde, al encontrarme con las letras de Vasili Grossman, me introduje en los sonidos y misterios de la estepa calmuca (Chejov nos había paseado por la estepa ucraniana), de apariencia “triste y melancólica”. Y no sé por qué, me acordé de Sonia, la de aquella esquina inevitable de los recuerdos. Pero no dejé volar la memoria, porque ahí, muy cerca, estaba la estepa literaria, en la que “la tierra y el cielo se han mirado recíprocamente tanto tiempo que se parecen como marido y mujer, dos seres que han pasado toda la vida juntos” (Vida y Destino, de Vasili Grossman), muy distinta a Sonia y su preso enamorado, separados por una traición, un puñal y una esteparia prisión. 

Grossman nos volvió a llevar al Volga, a Stalingrado, a los bombardeos alemanes contra la ciudad mártir, heroica, de la Segunda Guerra, y en el recuerdo, aparte de la canción que hablaba de una mujer que era “del Volga bella flor”, estaban los boteros y remeros del río más largo de Europa, en otra interpretación rusa, escuchada en las casas de entonces, en tocadiscos y radios. 

Cuando escucho, tras tantos años, a Gardel y su interpretación dramática de esa canción rusa, con música de un húngaro (Jenö Pártos) y letra del argentino Carlos Cappenberg, no puedo dejar de volver a la esquina remota en la que un grupo juvenil se gastaba las palabras en sueños y aventuras literarias o de radionovela, mientras de un traganíquel bien iluminado brotaba una como género de balada entristecida que daba frío.


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