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La literatura o esa posibilidad de soñar

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(Una visión desde la vida cotidiana hasta los abismos interiores) 

Por: Reinaldo Spitaletta 

1. 

MĂĄs allĂĄ de la acera, de la calleja en apariencia insignificante, del alero sin golondrinas, de la ventana indiscreta, mĂĄs allĂĄ del mundo anodino y cotidiano, tan rico en sorpresas y lleno de excepcionales miradas, la vida interior palpita. Y ofrece diversas posibilidades de ser narrada, o pintada, o dramatizada, o transformada en un arte novelesco. El gran arte casi siempre nace de lo evidente, pero —he ahĂ­ el papel taumatĂșrgico del creador— son la sensibilidad y la imaginaciĂłn del esteta las que otorgan un toque de extrañeza, una distinciĂłn especial. Un nuevo hĂĄlito. Él es el Ășnico capaz, debido a su asombro y perplejidades, o tal vez a que todo lo observa con los ojos nuevos de niño, de ver en lo corriente, quizĂĄ en lo vulgar, lo insĂłlito, lo extraordinario. Estos aspectos estĂĄn a la vuelta de una inevitable esquina, o en la señora que mece sus recuerdos en una silla, o camuflados en la sotana brillante del curita del barrio. 

El artista tiene ojos de descubridor, de escudriñador, y donde el comĂșn de los mortales no ve sino aburrimiento, o repeticiones, o monotonĂ­a, o nada, Ă©l encuentra lo insospechado. El hecho de una mosca caer prisionera en una telaraña, puede ocasionar para el avezado centinela de lo comĂșn, una inspiraciĂłn, la iniciaciĂłn o final de una historia, un motivo. No requiere repartirse en otros universos distintos a los de su entorno, a los de su aldea: allĂ­ estĂĄ el mundo, a escala, una maqueta con sus glorias y sus vergĂŒenzas, sus afanes y displicencias, sus sobresaltos y desamparos. Es cuestiĂłn de sentir, de explorar, de estar dispuesto al milagro. Y a la percepciĂłn del menor deslumbramiento. Con certeza, estos surgirĂĄn en la conversaciĂłn de tienda, o en la ronda infantil que alegra la calle vespertina, o en el cansancio del obrero que vuelve a casa tras otra jornada de plusvalĂ­as y vigilancia de supervisores. Las historias pululan, y entonces el narrador, el poeta, con sus antenas invisibles, las capta, las transpola, las modifica y les confiere su particular magia, su estilo, el sello personal. 

AhĂ­, en el espacio corriente de la barriada, sobre la “veredita” de cemento, en los quicios quejumbrosos, en el marco desteñido de una vieja ventana, en las pisadas lentas del viejo, en el perturbador bamboleo de caderas de una chica, en todos esos asuntos —intrascendentes muchos de ellos— estĂĄ el material en bruto para ser procesado. Solo hay que disponerse a la seducciĂłn, a permitir que ingresen en el alma, las vibraciones y sensaciones de la denominada cotidianidad, de la aparente deleznable vida diaria. 

Al escritor, como dirĂ­a el siempre citado Jorge Luis Borges (o quizĂĄ tambiĂ©n haya sido Margarita Yourcenar), todo le sirve: una desgracia, un hecho feliz, algĂșn desencanto. Todo es posible tornarlo literatura. La condiciĂłn humana estĂĄ poblada de inquietudes y sosiegos, de claridades y ausencias de luz. Pero hay que estar siempre prestos al hallazgo, y para ello a veces solo se precisa mirar la ciudad, el barrio, la casa de los afectos como si jamĂĄs se hubiera visto antes. Casi que con los ojos alelados del turista curioso, del viajero, del que llega por primera vez. 

Lo local ofrece, en todo caso, un universo, y, a su vez, una universidad. Kant, por ejemplo, descubriĂł tal riqueza en su pueblito, del cual nunca necesitĂł salir para tener el mundo en sus manos. Lo encontrĂł Epicuro en su jardĂ­n, en el cual pudo sobrevivir a las pestes que asolaron el resto de Atenas. En su modesto lugar de residencia, en el pueblo de Santo Domingo o en la entonces incipiente y variable ciudad-aldea de MedellĂ­n, el escritor TomĂĄs Carrasquilla encontrĂł una veta para sus novelas y cuentos. Que es, del mismo modo, lo que hallĂł Francisco de Paula RendĂłn, o Efe GĂłmez en Fredonia o TitiribĂ­ o en cualquier extraviada mina aurĂ­fera de algĂșn pueblo sin horizontes. 

Para efectos de certidumbre mĂĄs que de ansias de demostraciĂłn, valga recordar de los Cuadernos en octavo, un aforismo de Kafka (que, de paso, se puede decir encontrĂł su mundo interior en su Praga natal o en lecturas de otros autores) que da cuenta de las posibilidades estĂ©ticas de los pequeños entornos, de las atmĂłsferas recogidas, y a veces asfixiantes, de los sitios donde a cada uno le correspondiĂł vivir: “No es necesario que salgas de la casa; quĂ©date junto a la mesa y escucha; ni siquiera escuches, espera solamente; ni siquiera esperes, quĂ©date completamente quieto y solo; el mundo se ofrecerĂĄ desenmascararte ante ti, no puede evitarlo: extasiado se retorcerĂĄ en tu presencia, a tus pies”. 

ÂĄCuĂĄnto se podrĂĄ decir —e imaginar— de lo que existe tras una puerta cerrada! ÂĄCuĂĄnto se podrĂĄ pintar con solo ver ese pedacito de cielo que se cuela por una ventana o que se entra por el patio de la casa! El mundo, el pequeño gran mundo en el que cada uno habita ofrece un sinnĂșmero de emociones, de pasiones, de ilusiones perdidas. Se trata de desenterrar sus relaciones, sus interconexiones con otros mundos, de ver cĂłmo se desenvuelve allĂ­ el hombre, cĂłmo lucha, cĂłmo habita y vive y siente y padece y ama, y tambiĂ©n cĂłmo agoniza, cĂłmo muere. He ahĂ­, por no entrar en mĂĄs detalles, las bases de cuentos y novelas. Hay que ponerles alas al corazĂłn y a la creatividad. Y listo (aunque no es tan simple). Entonces aparecerĂĄ un AzorĂ­n o un Juan Rulfo. Y asĂ­ la tierra podrĂĄ cantar.

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