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Boronía, Fermina Daza y la cara de mamá

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(Un recorrido por berenjenas, sabores Caribe y plátanos maduros) 

Por: Reinaldo Spitaletta 


La berenjena, que tiene color de luto y suena a arabidades, ha tenido mala prensa. Se dice que el amargor no se lo saca nadie, que es venenosa, que puede dar dolor de cabeza, que eso no es comida. Y así. En Antioquia, por ejemplo, nunca gozó de atractivos culinarios ni siquiera como un fruto con posibilidades de llegar a la buena mesa, ni a ninguna. En ocasiones, y solo porque se escuchó decir, se utilizó como adelgazante y se le negó su facultad de exquisitez y de aportadora a la nutrición personal. 

Pero más allá de sus propiedades medicinales, la berenjena es una invitada gastronómica de lujo, pero, a su vez, de la cocina popular, más que todo en el Caribe, y, desde luego, en países asiáticos, de donde parece ser originaria. Se le atribuye su cuna a la India, aunque el nombre es árabe y a través de esta cultura penetró en España, y para completar el ciclo, los españoles la introdujeron, en tiempos de conquistas y colonias, a América. 

Con la berenjena se pueden preparar tortillas, escabeches, tartas, salteados, rellenos, empanadas, conservas, milanesas, hamburguesas, lasañas, pero, sobre todo, y de ahí mi interés por esta nota sobre el magnífico fruto, la boronía, una mixtura caribeña, más que todo cartagenera, y que en casa, donde hubo dos culturas: la costeña y la paisa, se convirtió en un plato no solo de sabrosura, sino de emergencia. 

Mamá, una señora del oriente antioqueño que vivió varios años en La Heroica, que trabajó en el Hospital Santa Clara (antes monasterio y ahora hotel), que se casó con un cartagenero de ley, aprendió a preparar dulces y platos diversos. Sopas a granel. Arroz con coco. Con frijolitos cabeza negra. Con fríjoles morados. Arroz marinero. Mote de queso. Y otras delicias. La berenjena siempre estuvo en casa, y aunque no había preparaciones diversas, la más frecuente (mejor dicho, la única) era cuando se mezclaba con plátano maduro, ajo y mantequilla, en un plato que, como dije, era más una salida de emergencia que una receta de alta cocina. 

Plátano muy maduro, sancochado, y berenjena machacada tras hacerle un proceso inteligente de extracción de las amarguras, en una combinación que pasó a la historia familiar como un emblema de tiempos en los que había escasez y lo más accesible eran, en las plazas de mercado, los plátanos y las despreciadas berenjenas. Cuando mamá las iba a cocinar, anunciaba desde la víspera: “mañana habrá boronía”. Y como con tantas repetideras e insistencias ya no había emoción ni sorpresa, entonces ella, como parte de los adobos, nos contaba historias en la mesa. 

Eran relatos que ella se inventaba, tras haber leído en su juventud, los cuentos de Las mil y una noches, y escuchado en su casa paterna historias del Tío Conejo, Sebastián de las gracias y consejas de arrieros y otros peregrinos. Una mezcla explosiva, que nos mantenía en vilo mientras comíamos la boronía dulzona y amable. A veces, por no dejar, advertía que eso era lo que comía el genio de la lámpara de Aladino, y que en alguna isla perdida sirvió de alimento distinguido al gran Simbad el marino. 

La berenjena, en todo caso, estuvo presente en la infancia y adolescencia, en su única versión a la cartagenera, porque, que recuerde, mamá no la preparó de otras maneras. Siempre acompañada del “maduro” y a veces con cebolla y pimienta. O, por darle otra presencia y gusto, con trocitos de carne de cerdo o entrañas de gallina. Hoy, cuando se ha descubierto de las propiedades antioxidantes y del retraso del envejecimiento que puede proporcionar el consumo de esta solanácea, la berenjena ha penetrado en muchas partes, con su moradez exterior y sus claridades internas. 

La literatura le ha abierto espacios. Y, para no ir muy lejos, García Márquez, que por lo demás era un degustador de la boronía, la introdujo en El amor en los tiempos del cólera. A Fermina Daza le chocaban las berenjenas desde niña y antes de probarlas, “porque siempre le pareció que tenían color de veneno” y porque, además, cuando tenía seis años, su padre la obligó a comerse una cazuela que estaba prevista para seis personas. Jamás olvidó los vómitos ni el sabor de la berenjena molida. 

Mamá, que tenía imaginación para preparar muchos platos, con ingredientes fáciles de conseguir y con visitas permanentes a la plaza de mercado de Bello o a la de Cisneros, en el viejo Guayaquil, no le echó mucho cacumen a la berenjena: no las hizo rellenas (que se pueden rellenar de carne, verduras, pollo, mariscos, arroz, gambas, langostinos y un largo etcétera) ni a la napolitana ni a la boloñesa ni a la egipcia. No. Solo con plátano maduro y así la boronía pasó a ser parte de la historia culinaria del núcleo familiar. 

A veces, cuando siento el olor del plátano maduro hervido, en el aire flotan berenjenas que bajan a la mesa y se mezclan con la dulzura amarilla y los aromas del ajo y entonces la cara de mamá, muy sonriente, reaparece en la memoria.


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