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Rafael Escalona en el recuerdo

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Por: José Luis Díaz-Granados 


Recuerdo que a finales de la década de los cincuenta, el doctor Alfonso López Michelsen respondió, en una entrevista radial con el poeta Arturo Camacho Ramírez, que su hobby era escuchar las canciones de Valledupar y de la Provincia 

(de donde era su abuela paterna, Rosario Pumarejo Cotes), especialmente los sones compuestos por un joven llamado Rafael Escalona. A mí me emocionó 

este concepto, porque en las tertulias familiares de mi casa de Palermo, en Bogotá, esa música se escuchaba con mucha frecuencia, no siendo –como no 

lo sería hasta veinte años después- del gusto de los “cachacos”, como tampoco lo era en las clases altas de Santa Marta, Barranquilla y Cartagena. 

A mí me gustaban mucho esas canciones y las oía en mis años de poeta precoz en un radio transistor del que no me desprendía ni de día ni de noche. Eran paseos y merengues que yo siempre asociaba con un universo particular que había creado en los años 62 y 64 cuando había decidido convertirme en escritor y por lo cual había abandonado mis estudios secundarios. Don Simón Daro Dawidowicz me había empleado como mensajero de su almacén de discos y allí adquirí el único que existía de Escalona: un long-play de Bovea y sus vallenatos 

que incluía “El testamento”, “La brasilera”, “La molinera”, “El chevrolito” y “La mensajera”, entre otros sones memorables. Luego aparecería “María Tere”, que contenía “La custodia de Badillo”, el primero de los paseos de Escalona que le dio fama nacional en 1965. 

En julio de ese año viajé a Riohacha, invitado por el primer gobernador de La Guajira, José Ignacio Vives Echeverría, al acto de inauguración del Departamento. En ese entonces, mi padre vivía en Fundación, donde dirigía la planeación municipal. De Riohacha me dirigí a Fundación, por la antigua carretera que pasaba por Valledupar, con la música de Escalona en la mente, y justo cuando el bus hizo la parada en esta ciudad, la radio dejó escuchar las notas de “El testamento”. Lo que vino enseguida fue un milagro estival: la recreación viva de la geografía literaria de la canción, pues desde el mediodía hasta el atardecer, bajo la brisa cálida de la región pasamos por Valencia, tomamos la Sabana, Caracolicito y, luego, Fundación. 

Había endiosado tanto al maestro Escalona que cuando García Márquez vino a Bogotá un año después, al estreno de su película “Tiempo de morir”, el juglar vallenato fue casi el único tema de conversación cuando lo fui a visitar al Hotel Tequendama. Allí lo escuché a Gabo cantar “La custodia de Badillo” mientras tomaba una ducha y luego me comentó que al día siguiente tenía cita con “el sobrino del obispo” en su natal Aracataca, en compañía de Álvaro Cepeda Samudio, Daniel Samper Pizano y otros compadres del novelista, aún desconocido por el grueso público. Todavía no se hablaba de festivales vallenatos ni de nada que se le pareciera. 

En 1967, Gabo publicó Cien años de soledad, “un vallenato de 300 páginas” cuya fama le dio la vuelta al mundo. Allí aparecía Rafael Escalona como uno de los personajes del mítico Macondo. 

En diciembre de ese mismo año, se creó el Departamento del Cesar y el doctor López Michelsen fue su primer gobernador. Los dos acontecimientos, de alguna manera, le dieron visa infinita al vallenato –en especial a los cantos de Escalona-, y sus ritmos esplendentes comenzaron a saborear la aceptación nacional e internacional. 

Nunca olvidaré aquella noche de octubre de 1967 cuando mi entrañable amigo y paisano Rafael Araújo Gámez me invitó a una celebración en casa de su cuñado, el entonces senador Hugo Escobar Sierra, en donde estaban López Michelsen y la Niña Ceci, Alvaro Gómez Hurtado, Samuel Moreno Díaz y María Eugenia Rojas, y un montón de políticos del momento. Al fondo de la sala, sentado, solitario, tímido y pensativo, descubrí de pronto al maestro Rafael Escalona. Era la primera vez que lo veía en persona. Mi emoción fue indescriptible. 

Sin dudarlo un instante, y desafiando mi propia timidez, le entregué una plaquette mía titulada Poemas, en la cual aparecía este epigrama escrito el año anterior: 

Escalona, califa vallenato, decile a tu acordeón que me regale una fotografía… 

El maestro, entre sorprendido y jubiloso, me dio las gracias y guardó en su bolsillo en cuadernillo. 

Luego me dijo: 

— Cuando vayas a Valledupar, vas a mi casa. Te hablas con Toño Murgas y armamos una parranda con Colacho y todos mis amigos… Abrumado y agradecido con la vida, me dediqué el resto de la noche a disfrutar con el corazón en la mano de la parranda que se extendió hasta el amanecer con Escalona, Colacho Mendoza y el resto de sus acompañantes. 

Al día siguiente, en el famoso pent house de López Michelsen, se llevaría a cabo una reunión similar (a la cual fui invitado por la Niña Ceci), pero con otro motivo: el maestro Rafael necesitaba un préstamo de la Caja de Crédito Agrario y entonces López convocó a un grupo de amigos entre los cuales se encontraba el doctor José Elías del Hierro, gerente de la entidad, ante quien se cantó el paseo de Escalona a “La Caja Agraria”: 

Señor gerente le vengo a pedir 

que me dé un préstamo p`al algodón 

porque el gusano se comió el arroz 

y ahora no tengo con qué responder. 

Y el gerente me contestó: 

“No te preocupes, Rafael, 

la Caja te lo arregla bien. 

para eso soy gerente yo… 

En los años siguientes, el prestigio de Escalona fue creciendo de manera vertiginosa. Alcanzó las más altas cimas de la fama y el afecto de las gentes. 

Cuando Gabo recibió el Premio Nóbel, en 1982, estuvo junto a él en las ceremonias reales de Estocolmo. 

En esa década de los 80, vi muchas veces al maestro vallenato porque coincidíamos con frecuencia en el mismo restaurante: “El Corcel”, donde almorzábamos comida casera, especialmente bandeja paisa. Dicho restaurante quedaba detrás de la Iglesia de Santa Teresita, entre mi casa de Palermo y la sede principal de SAYCO. Allí Escalona iba casi siempre acompañado de otra 

leyenda musical, el maestro Jorge Villamil, con quien alternaba la presidencia y vicepresidencia de la conocida sociedad de autores. 

Una vez, en 1984, le dije que yo acababa de publicar la edición completa de mi libro El laberinto, donde había un poema dedicado a mi padre con la estructura de la letra de su paseo “El compadre Simón” (Poncho Cotes hizo un viaje por El Plan, / me invitó y con mucha pena, / no acepté su invitación, / porque me han dicho que en ese lugar / hombe y que no vive el compadre Simón). 

Escalona me dijo: “Vamos a tu casa ahora mismo y me das varios ejemplares para yo repartir en Valledupar”. Nos subimos a un carro conducido por el maestro Villamil y en pocos minutos llegamos a mi casa. Cuando Margot, mi madre, abrió la puerta, Escalona se bajó del auto de manera inmediata y le hizo un saludo reverente como buen caballero que era “y con las damas cumplido”. 

Años después, en 1996, cuando lancé en una feria del libro la obra póstuma de mi padre, Geografía económica del Magdalena Grande, el maestro Escalona me sorprendió con su presencia en el acto. Recordé que ambos habían estado juntos en una célebre convención del MRL en Valledupar en los años 60, presidida por López Michelsen y “Nacho” Vives. Después de la presentación del libro, en compañía de entrañables paisanos samarios y amigos vallenatos bebimos whisky del mejor, de manera deliciosa y copiosa. 

Las diversas ocasiones en que me encontré con el maestro Rafael Escalona siempre me mostró una misma faz: la de un hombre con una gran dignidad, discreto, muy consciente de su importancia, orgulloso, pero amable, y amigo de sus amigos. Siempre dispuesto a departir con sencillez y generosidad, pero indiscutiblemente convencido de que era el más grande compositor vallenato de todos los tiempos.


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