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El rincón del poeta

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Entrepuentes 


Verano Brisas (Colombia) 

Tiempo ha que los marinos 
morían como ratas apestadas 
a bordo de sus embarcaciones, 
víctimas de diferentes enfermedades, 
hoy curadas por la medicina moderna. 

Vida dura la de aquellos navegantes, 
que a veces no lo eran de profesión, 
sino sastres, herreros, campesinos, 
músicos ambulantes, mercachifles, 
sin descontar comerciantes mayoristas 
de aceites y otros productos 
con alta demanda en Inglaterra 
y Europa continental. 

Tales aventureros, casi siempre reclutados 
contra su voluntad, 
que no sabían controlorar el vómito 
ni caminar firmes sobre cubierta, 
llenaban los entrepuentes con sus babas, 
orines y excrementos malolientes, 
sin ninguna consideración por el capitán 
y el resto de la tripulación. 

Su alimentación consistía 
en bizcocho seco repleto de gorgojos, 
carne salada carcomida por gusanos, 
agua descompuesta y uno que otro roedor 
que no alcanzaba a escapar de su sevicia. 

Era tal la desconfianza con los alimentos 
que cuando, eventualmente, 
el bizcocho carecía de gorgojos, 
lo arrojaban por encima de la borda 
con la siguiente explicación: 
“Si el gorgojo se niega a consumirlo, 
tampoco es comestible para los humanos”. 

En ciertas fechas se aumentaba la ración 
con manteca rancia, queso podrido, 
harina contaminada, miel oscura, 
y pan de pasas preparado a bordo. 

La mayor parte de los tripulantes 
dormía en los entrepuentes 
sobre hamacas que colgaban entre los cañones, 
doblegados por el agotamiento, 
la desnutrición o una tremenda borrachera, 
porque, eso sí, 
no faltaban el ron y el aguardiente 
en mitad de esa miseria destructora. 

En los destartalados entrepuentes 
(cerrados cuando había mal tiempo) 
la fetidez se tornaba insoportable: 
la de los hombres sin bañarse 
ni cambiarse de ropa 
por tres o cuatro semanas, y hasta meses, 
igual que la emergente de la cala, 
donde el agua putrefacta, 
mezclada con los desperdicios, 
se aposentaba entre las piedras del lastre. 

Esto daba la sensación de que los barcos 
llevaban como carga 
un contigente de cadáveres, arropados sólo 
por la hediondez de una humedad constante. 

A lo anterior debe agregarse 
un ejército de piojos, chinches y pulgas 
que invadían el vestuario y la madera, 
sin nombrar tempestades y huracanes, 
para comprender en su justa dimensión 
la diaria existencia de aquellos seres 
que, cuando les era imposible desertar, 
se amotinaban o tejían conspiraciones 
pasando a cuchillo y bayoneta 
a todos los disidentes de la rebelión. 

Así transcurrían los días y las noches 
en los entrepuentes de las naos 
para estos espurios sin casta y sin herencia, 
que terminaban sus correrías 
convirtiéndose en piratas o corsarios 
al servicio de emperadores traficantes, 
cuando no morían con la soga al cuello 
saliendo airosos frente a sus verdugos, 
caso en el cual conquistaban canonjías 
para el disfrute de una vejez holgada, 
ensalsados por reyes, poetas y pintores.


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