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Relato ilustrado por un niño de hoy

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No. 7324 Bogotá, Jueves 18 de Febrero de 2016 



Parte I 

Por: Marco Polo 



Nos miramos de una hamaca a la otra. Él se impulsa con una pierna. No puedo reprimir lo placentero del ir y venir, con la escasa brisa creada atrayendo el sueño. En la soleada tranquilidad de la tarde, en el hall, arrulla el ruido de la fricción de la cuerda sintética con el metal. 

Hago una selfie desde mi móvil y la subo a la web. 

Representamos a dos Celios. La titulo así, por el humorista santandereano. Se la dejo ver. Pero no entiende que le estoy insinuando que perdemos el tiempo. 

El calor parece haber detenido los sonidos campestres, entonces suelta su frase un tanto agresiva, “Estoy aburrido”. 

Me viene la imagen de su supuesta necesidad. 

Estar pegado a toda hora al televisor en un canal Kid, con dibujos animados tan feos que me desaniman, pecezuelos, Bob esponja, ese mal delineado Batman frente al de mi infancia, donde Róbin es una niña. 

Su padre consiente una media hora desde su móvil, mientras él aprovecha su necesidad de descanso y lo ve dormitar en la visita. Un juego cualquiera, sin importar la socorrida violencia, matar y matar y recuperar vidas en un infierno virtual, mientras consume la batería del día. 

Otra idea me acosa. Como una obligación. 

Creo que debo inventar algo. Sacarlo de su mundo robótico, manejador de sus pulgares en el juego inútil de ganar, en el Xbox, el PS4. Temo, como si supiera que su evolución será inmediata y estuviera provocando ya el desaparecimiento del resto de sus dedos, inútiles. 

Ese futuro que me llega de inmediato. 

“Quiero irme de aquí, para la ciudad. Quiero jugar”

Le digo que admire el verde de los árboles, los pájaros cantando, el carpintero de roja cabeza picoteando el agujero en la rama del balso, el sol que rebota sobre el pequeño oleaje del lago elabora ondas de cristal. Los pollitos felices revuelcan la humedad de las hojas secas bajo el verde de los altos limoncillos con su fruta alargada. 

Esa es una chicharra”. 

El filudo vibrato corta las copas de los árboles y no podemos verla. Teme a las hormigas, a las pequeñas avispas que comparten un sorbo de agua a la orilla de la piscina, quiere pisar lo que se mueva. 

¿Todavía hay ciempiés?” 

Ya tuvimos nuestra sesión de azulosa piscina, donde debí estimularle otros ejercicios diversos del nadadito de perro, saber flotar bocarriba, bracear. 

Se me ocurre que debo sacar la motobomba con el argumento de oxigenar el agua y procurar un capítulo diferente, una nueva diversión: En el chorro espumoso de agua que recicla la azul, metemos la cabeza, aguantamos la respiración y atraigo su ánimo competitivo. 

Contamos cuantos segundo duramos debajo del chorro que a veces golpea la cabeza o la espalda en un inútil masaje que no percibe por su emoción de juego. Si cuento hasta cuarenta, él quiere contar hasta cincuenta y seguir subiendo. Llamamos a su abuelo, a su tía y nos tomamos un par de fotografías más, con la felicidad de tener esta azulada agua como una bendición, mientras en el país crece la sequía. 

Es una transparencia culposa. 

Lamento entonces que ya no quiera comer pescado, ni boca chico, menos la cucha, de la que le cuento tiene la misma edad de los desaparecidos dinosaurios, de los que menos quiere conocer su sabor, ni chimichurri sobre la carne, ni el ácido jugo de tamarindo que paraliza la sed, ni frutas, sólo el mamoncillo y unas cucharadas de sopa del caldo de pescado con limón, o pan o dulces. Le recuerdo que alguna vez debió acompañarnos a un restaurante y pedí un pargo rojo para mí. Lo compartí con él. Arrancaba un trozo de carne blanca, él masticaba rápido y sin dejarme tomar mi bocado de nuevo pedía: 

Mach pech”. 

Dice no recordar. De todo lo que se le ofrece asegura: “No me gusta”, aunque no lo haya probado nunca. 

Me prometo otra vez que le crearé algo. 

Inventaré un cuento para sacarlo de su mundo infame y virtual. Un relato peripatético, caminado, como lo hacía Sócrates, donde mis palabras dibujen el instante por el que pasamos. 

Le propongo que vayamos a la orilla de la represa. Su abuelo refuerza incrédulo mi idea. Habla de un cocodrilo al que le podrá ver la dentadura. Veo en sus ojos la necesidad de aventura. 

Se ajusta los zapatos que está estrenando. Una especie de tenis con forma de guayos de futbol coloreados de verde. Comenzamos a bajar por el sendero en desnivel hacia la orilla, es un camino irregular con piedras y leves gradas metálicas que el barro ha logrado ocultar. 

Lo hacemos con todo el cuidado, para evitar que su osadía le procure una caída. Le digo donde ir pisando y vamos cruzando los iguá que han crecido unos veinte metros de altura. Un caucho al final. Llegamos a la playa, llena de residuos de tarros plásticos, de lazos, de tubos negros para el agua y hay dos embarcaciones. Un bote moderno de fibra de vidrio y otro de madera un tanto averiado. Le digo “Vamos a navegar”, pero como no he pedido en préstamo el bote, le pido que se imagine como marinero, el bamboleo sobre el agua. Que se suba en él y se siente en la parte posterior, en la butaca tallada sobre la parte cóncava, para tomarle una foto hacia el fondo del espejo de agua que simula el mar un tanto inquieto y el sol mas allá, procurando un joven arrebol. Lo ubico y opturo como si estuviera navegando. Contra el agua. Solo una parte de la embarcación blanca por dentro y verde en los costados. De inmediato desciende y le explico que éste fue el primer lugar en que debimos acampar antes de tener la casita prefabricada, le cuento que tenía un bote plástico amarillo al que le acomodé un motor y solía por turnos llevar uno o dos ocupantes a quienes le daba una vuelta casi hasta el centro de la represa. Le refiero que nadábamos todos, con chalecos, sin temor a las babillas que son los cocodrilos que mencionara su abuelo, ni a las boas que debieron ir sembrando en la laguna para el control ecológico, antes de que existieran jaulones para engordar mojarras. Le muestro las horribles jaulas negras que contaminan el agua y la visión de la superficie en lontananza. Esa agua que en ésta sequía se obstina en dejar su color de miel para mostrar su transparencia cuando está libre de nubes y refleja el azul del cielo. 

Caminamos a un costado de la playa, la más contaminada de basura y residuos de hojas podridas, con el blanco del icopor de los jaulones que riñe, desnaturalizando el paisaje y buscamos un vado para cruzar el pequeño brazo conque la represa penetra hasta la oquedad formada por árboles, el lecho del riachuelo sin agua que baja de la loma por entre la tupida y oscura vegetación y le ordeno pisar donde piso, no sea que surja de las hojas podridas una serpiente y tengamos un accidente de colmillos venenosos, pero le aseguro que los animales no son tontos y temen al hombre.


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