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La forma de las ruinas de Juan Gabriel Vásquez

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Por: Jorge Eliécer Pardo 


Dos crímenes atroces de nuestra historia 



Reivindicado con la narrativa del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973). Si bien leía devotamente sus columnas por incisivas, inteligentes y sin la superficialidad que abunda, sus novelas no me subyugaban. El ruido de las cosas al caer, un libro aséptico, lleno de lugares comunes, truquillos y costuras visibles. Su premio internacional no alcanzó a cubrir las falencias, a mi parecer, de un tema tan cercano a los colombianos como lo fue la narcoguerra y Pablo Escobar, recurrente en mal cine y telenovelas. El gran reto, escribir historias privadas dentro del gran telón de lo público. Con seguridad le temió al documento, a la investigación, como ocurre siempre en los escabrosos riscos del riesgo creativo. A pesar de construir sus personajes en el avance de la anécdota, verosímiles y de carne y hueso, su deambular por el argumento lo cuestionaba con aprehensión. No demeritaba su enjundia como narrador sino la falta de esa pasión que hace de un libro un objeto de maravillosa recordación. 

Ahora encuentro un autor consistente, con peso específico dentro de la literatura colombiana. Las 550 páginas de La forma de las ruinas son breves para tan memorable novela, contada desde el cuestionamiento que el autor hace a sus anteriores libros. El libro me surge emparentado con novelas de largo aliento como Noticias del imperio y Palinuro de México, de Fernando del Paso, La República de los sueños, de Nélida Piñón, Santo oficio de la memoriade Mempo Giardinelli, El lado oscuro del amor, de Rafik Schami, Cisnes salvajes, de Jung Chang, El hombre que amaba los perros, de Leonardo Padura, Como la sombra que se va, de Antonio Muñoz Molina. 

Siento que La forma de las ruinas tiene la mixtura de lo confesional, con esa primera persona donde Vásquez es protagonista, escritor, periodista, detective, padre y habitante de un país que explotó bombas a sus pies y lo hizo trashumar, como tantos de su generación. Una novela sobre la guerra, la memoria y el salto no asumido por los editores de los 80 que no se atrevían a publicar, o no les interesaba la violencia. 

Quizá la reflexión de los personajes y del cronista-novelista lo conduce al sentido de estos textos extraídos de la desmemoria. “Yo leí sus cuentos, los que pasan en Bélgica. Dígame, ¿por qué pierde el tiempo en esas huevonadas? A quién le importan esos personajes europeos que van a cazar en el bosque y se separan de la esposa? Qué frivolidad, por favor, qué tontería. Con una guerra civil aquí en su casa, con más de veinte mil muertos al año, con una experiencia de terrorismo como no se ha visto en ningún país de América Latina, con una historia marcada desde el principio por el asesinato de nuestros grandes hombres, y usted escribiendo sobre parejitas que se separan en las Ardenas. Yo no lo entiendo. Y su novela, la novela esa de los alemanes, bueno, eso está mejor, claro. Yo le puedo decir que hay algo valioso ahí. Pero también le tengo que ser honesto: el resultado general es un fracaso. Un fracaso meritorio, sobre todo para alguien de su edad, pero un fracaso. A la novela le sobran palabras y le falta humanidad. Pero lo grave no es eso. Lo más grave, lo que daña la novela, es su cobardía. (…) No, Vásquez, a usted le falta compromiso, hermano, compromiso con las cosas difíciles de este país” (pp. 155). 

“¿En qué momento nos volvimos así? Varias veces al día me llegaba la convicción molesta de que los bogotanos, si tuvieran la oportunidad, no durarían en apretar el botón que borrar para siempre a los detestables otros: a los ateos, a los obreros, a los ricos, a los homosexuales, a los negros, a los comunistas, a los empresarios, a los partidarios del presidente, a los partidarios del expresidente, a los hinchas de Millonarios, a los hinchas de Santa Fe. La ciudad estaba envenenada con el veneno de los pequeños fundamentalismos, y el veneno corría por debajo, como el agua sucia en las cloacas…” (pp. 204)



Dos personajes emblemáticos (Carballo y Benavides), nos obligan a seguir en cada página al escritor y su familia, sus hijas gemelas y un intrincado argumento de novela negra emparentando tres homicidios memorables: Rafael Uribe Uribe, John F. Kennedy y Jorge Eliécer Gaitán, junto a dos obsesionados, fotografías y pruebas que aportan a los sucesos, develando la ficción y la historia nacional. A pesar de no ser función de la literatura esclarecer nada ni decir verdades objetivas, en el libro se crean inquietudes sobre nuevos enigmas de los asesinatos. Los personajes investigan, el autor investiga. Sabe de lo que hablan, no se sienten ni se ven las costuras de su indagación. Así como Miguel Torres reconstruye la vida secreta de Juan Roa Sierra, Juan Gabriel Vásquez lo hace con Galarza y Carvajal, los artesanos que abrieron con un hacha la cabeza de Rafael Uribe Uribe. 

Habla del texto como un informe que hace el autor (“me puse en los oídos los tapones azules que uso para escribir y me metí en la cama” pp. 431) y, tiene razón, al confesar: “este libro escrito como expiación de crímenes que, aunque no he cometido, he acabado por heredar” (pp. 16). Una sentencia que nos recuerda esa sucesión de odios y venganzas que pueblan la vida nacional. La forma de las ruinas reflexiona sobre lo ensombrecido. “El 9 de abril es un vacío en la historia colombiana, sí, pero es otra cosas además: un acto solitario que mandó a todo un pueblo a una guerra sangrienta; una neurosis colectiva que nos ha servido para desconfiar de nosotros mismos durante más de medio siglo” (pp. 25). 

“¿Alguien puede conectar el asesinato de J.F. Kennedy con el de Jorge Eliécer Gaitán?” El novelista, de la mano de su personaje, nos conduce a extrañas coincidencias. El traje de Jorge Eliécer Gaitán, el asesinato, los disparos y múltiples confesiones, hacen del libro un guión cinematográfico. La inclusión de fotogramas, recortes de prensa, notas manuscritas, radiografías, cartas y cintas cinematográficas, como buen alumno de W.G. Sebald, refuerzan la verdad ficcional. 

En ningún momento pensé que le sobraban páginas, pero creo en lo que me dijo un avezado librero: “algo me hizo falta en esa novela”; reflexioné, si algo faltó o sobró, es lo que menos importa cuando el libro se sostiene hasta el final. 

Referencias literarias discurren en la novela, bien traída a la memoria del autor, Gabriel García Márquez, Arturo Alape, (el infaltable cuando se habla de El Bogotazo), Cortázar, Miguel Torres… Rafael Humberto Moreno Durán tiene un espacio especial en el libro. De él dice que “es uno de los novelistas más notables de su generación”. (pp.129) RH se pasea por la novela como fantasma porque, según Vásquez, a él correspondía escribir la novela que el lector tiene en sus manos. Sentidos capítulos donde Mónica, la mujer de RH, su hijo y el escritor Hugo Chaparro, como íntimos del autor de Fémina Suite, forman parte del entramado. Para quienes conocimos al autor de Juego de damas estas páginas nos llegan muy cerca desde silencio de la muerte. Refiere Vásquez a la escritora serbia Senka Marnikovic y su libro de cuentosFantasmas de Sarajevo, catalogada por el novelista como obra maestra. 

Con razón, percibí que había logrado el final, sin tropiezos. En mi alma de lector y trashumante de Bogotá, también sentí “esa ciudad que comenzaba del otro lado de la ventana y que puede ser tan cruel en este país enfermo de odio, esa ciudad y ese país cuyo pasado heredarían mis hijas como lo he heredado yo: con su cordura y sus desmesuras, sus aciertos y sus errores, su inocencia y sus crímenes”. (pp. 549) 

Doy la bienvenida a Juan Gabriel Vásquez a la hilera de mis libros destacados de la literatura colombiana.


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