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El viejo encanto de las cajas de música

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Por: Reinaldo Spitaletta

El viejo encanto de las cajas de música

 


El particular sonido de las cajas de música, que se asemeja a melodías de infancia, o a melopeas para dormir hadas con insomnio, o tal vez para evocar las campanitas de los carros de helados, ha desaparecido de la escala cromática de los sueños. No sé a quién podrá interesarle hoy un artefacto de estos, que hunde sus orígenes en los finales del Siglo de las Luces y comienzos del XIX, con fabricación en Suiza, pero también en la región de Bohemia. Creo que, ahora, estos portentos de la mecánica de relojería, que eran artesanos de esta índole sus hacedores, son más parte del pasado y de la nostalgia de viejos apegados a la magia de las antiguallas o de amantes de la colección. 

Tener en casa una cajita de música era una convocatoria al misterio, porque, al brotar, por ejemplo, Para Elisa, o una pieza de Chopin, o la simpleza de unos campaneos, todo cambiaba en su apariencia. Mamá tenía una en la que, al abrirse la tapa, se escuchaban rumores de lejanos mares, de olas eternas, un murmullo de gaviotas. Había momentos en que uno sentía que adentro alguien tocaba una mandolina triste y que, con las púas vibratorias, se emitían señales para que los ángeles batieran sus alas. 

Durante años, ese como baulito de sorpresas, de madera y metal, con incrustaciones de nácar, estuvo en casa, a veces sobre un tocador, o encima de un chifonier o en alguna mesita de sala de recibo. Después, desapareció y se albergó en cajones, o temperó en tarros de confites ingleses, y se silenció por tiempos. De vez en cuando, ella le daba cuerda y se extasiaba con sus sonoridades, tal vez en un vuelo hacia la infancia, o en un flashback que llegaba hasta sus días de juegos de muñecas y pasaba por momentos de la adolescencia. 

No supe el final de la cajita, y hace unos treinta años, anduve por “sanandresitos” y cacharrerías buscando una cajita de música solo para recordar la que tuvo mamá, y no había nada parecido por ninguna parte. Tiempo después, volví a buscar una de ellas y paseé por el viejo Guayaquil, por almacenes cercanos a Junín, por los que había adyacentes al parque de Bolívar. Y nada. Encontré una en donde menos esperaba: en un almacén de objetos religiosos, de un pasaje comercial del centro de Medellín. La compré y se la regalé de cumpleaños a una amiga. 

Cuando era reportero de un periódico local, solía llamarme desde Boston, una lectora de mis crónicas de domingo. Se llamaba Nacha (así se identificó) y dijo que alguna vez hizo parte de un partido de izquierda y que ahora estudiaba un doctorado de no sé qué vaina en los Estados Unidos. Había leído, precisamente, una vieja nota que escribí en 1986, titulada “La cajita de música de mamá”, y advirtió que ella, la Nacha, tenía alma de feria, que gustaba de tiovivos porque se sentían melodías que parecían salir de cajas musicales. “Soy una feria”, repetía y yo le dije que, por su tono festivo, pero con dejes de una nostalgia sin paisajes, se me estaba pareciendo al personaje de Cepeda Samudio que decidió un día vestirse de payaso. Se rió y dijo que ella era parte de un carnaval interior, un corso, un dar vueltas de calesitas, con banderines ondeantes y melodías de circo. Un día, a la sala de redacción me llegó un paquete, y, ¡adivinen!, era una caja de música, con una bailarina colorida que danzaba con una música de marchas marineras. Un envío de la mujer que tenía espíritu de feria. 

Una caja de música, que si se abre para revisar su mecanismo se encuentra uno con discos metálicos, cilindros giratorios, espinas, láminas afinadas, en fin, podría ser la residencia de genios como los de Las mil y una noches, o de duendecillos locos que a veces les da por tocar el arpa o la celesta. Hace rato que entraron en el ámbito de lo decadente, de lo que ya pasó de moda, o se exilió en los oscuros cuartos del olvido. No creo que a los niños de ahora les interese tener un aparato de esos, ni a nadie le debe interesar regalar una de ellas como muestra de cariño o, incluso, como una declaratoria amorosa. 

Ya no suenan las cajitas de música. Y si lo hacen, como pieza de museo, como representación de un tiempo que ya no es, es porque hay en medio una abuela, una vieja tía, o una reliquia de familia que pudo haberse heredado y conservado. Curiosidades que ya no atraen. Se acabó su seducción. Elementos de una arqueología sentimental. 

La cajita de música que me regaló la lectora desapareció un día de mi escritorio y no supe nunca dónde fue a parar. Quizá a algún tacho de basura, porque, en sí misma, era un vejestorio, la pátina del tiempo había arrugado a la bailarina y descompuesto sus engranajes. Y como la de mamá, y como otras que vi en algunas casas, son un recuerdo nebuloso, del que, no obstante, todavía brotan melodías que si se escuchan muy seguido, pueden hacerte “piantar” un lagrimón.


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