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Descubriendo América

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Por Enrique Foffani / Tomado de Pagina 12 / Argentina. 

Cuando recibió el Premio Rómulo Gallegos por su novela Tríptico de la infamia muchos se sorprendieron, inclusive el propio autor. Pablo Montoya es un extraordinario escritor colombiano, de muy bajo perfil y dedicado a la escritura y la actividad universitaria, muy lejos de los estrellatos y luces del mercado editorial latinoamericano. En esta entrevista, realizada durante la Feria del Libro de Medellín, Montoya reflexiona sobre sus raíces en la tradición de la literatura de su país, acerca de la novela histórica y sus ya connotadas polémicas con Fernando Vallejo.

Nos encontramos con el narrador colombiano Pablo Montoya, reciente ganador del premio Rómulo Gallegos 2015, en el Jardín Botánico de la ciudad de Medellín, donde tiene lugar, desde hace varios años, la así llamada Fiesta (y no Feria) del Libro y nunca mejor utilizada esa palabra ya que se tiene la sensación de ingresar a un espacio verde ligado a las delicias del campo y al retiro del “mundanal ruido”. La feria ocupa toda la extensión de dicho predio poblado de una vegetación exuberante: desde los laureles, las ceibas y los orquideoramas hasta los típicos guaduales que abigarran una arboleda de tupidas copas. Por momentos la contigüidad entre el libro y la flora tropical trae la reminiscencia de la vieja consigna de que el arte y la cultura no puede darle la espalda a la naturaleza. Estos libros apilados en los stands de las diversas editoriales debajo de la techumbre frondosa de los árboles y al lado de las orquídeas más impresionantes que uno pudiera imaginar, parecen ofrecernos una bucólica letrada al menos por el tiempo que dura la visita. Pablo Montoya acaba de participar en un acto a propósito de la novela premiada con el Rómulo Gallegos, Tríptico de la infamia (2015) que narra la visión de tres pintores europeos del siglo XVI (Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry) ante ese acontecimiento sin parangones que fue la América recién descubierta y que provocó en estos artistas el fervor de la incertidumbre ante un territorio tan ignoto como fascinante, al que intentan, por cierto, llevar al dibujo, a la pintura, al grabado. Es una novela que trabaja con la historia y la imaginación y narra los avatares de la conquista de América en una prosa cuidada y sumamente sugerente, que privilegia el peso de la lengua, y que, además, está fuertemente imbricada en los debates que giran en torno del trauma de la conquista y sus acciones, que no tardan en encontrar su punto extremo en el exterminio, cuya descripción es unas de las páginas más memorables de la novela.

Montoya practica una novela histórica que no puede sino volver su mirada al presente de la escritura: es una ficción que para referirse a su actualidad necesita remontar el curso del pasado. No sigue al pie de la letra el modelo de novela histórica de Alejo Carpentier, aun cuando es uno de los narradores que más conoce –en un momento de la charla cuenta que hizo su tesis doctoral de literatura sobre las relaciones de la narrativa del escritor cubano con la música– sino más bien construye un espacio literario en el que la función de la Historia es potenciar la imaginación humana para hacer entrever, entre sus nebulosas, al sujeto moderno. A Montoya le interesa captar el embrión pujante y asombroso de la subjetividad moderna que anida en ese interior atravesado de acontecimientos que es la Historia: todos los personajes de su novelística resultan contemporáneos nuestros, así se trate del poeta latino Ovidio desterrado en los primeros años de nuestra era a los confines del Imperio Romano, en donde muere sin regresar jamás a la ciudad amada, tal como sucede en su segunda novela, Lejos de Roma (2008). A juzgar por las cuatro novelas escritas hasta el presente –y sin dejar de lado muchos de sus cuentos o relatos breves– el eje de sus ficciones es darles voz a sujetos que verdaderamente existieron como el poeta Ovidio, el botánico Francisco José de Caldas de su tercera novela Los derrotados (2012), los pintores ya mencionados del siglo XVI en su Tríptico de la infamia y sobre todo hacer de esa voz histórica y ficcional la reconstrucción del andamiaje de la subjetividad humana a lo largo de diversos momentos de la historia; no precisamente para reponer el humanismo sino, por el contrario, para dejar ver el lado más cruento, más doloroso de la barbarie.

-Escribís poesía, libros de cuentos, incursionás en el ensayo literario no sólo referido a la literatura colombiana sino también a la literatura francesa. ¿Cómo se articulan estas escrituras, y en este contexto qué lugar le otorgás a la novela?

–Soy un escritor fronterizo. Uno de entre varios que hace una literatura en la que los géneros se difuminan. También suelo considerarme como un escritor des-generado. Mis poemas en prosa de Viajeros son minificciones. Mi novela Lejos de Roma se lee como un extenso poema en prosa. Algunos de mis cuentos y novelas le apuestan a la reflexión ensayística. Considerando que la poesía es el motor de mi escritura, me siento un heredero del modernismo y creo que, por encima de otros aspectos, lo más interesante de una obra es su apuesta estilística. La verdad es que empecé a escribir poemas cuando era adolescente, luego pasé al cuento y más tarde al ensayo, y a la novela llegué un poco tarde. Esto lo hice porque la novela es un género que exige tiempo y dedicación. En este sentido, y teniendo en cuenta que mis dos últimas novelas, Los derrotados y Tríptico de la infamia se afincan en estos supuestos, pienso que es la narrativa la que termina monopolizando mi escritura, pero sin desconocer que ella está insuflada por la poesía.

-Acabás de afirmar que te sentís heredero del Modernismo y que, por debajo de la novela, el motor de la escritura es la poesía, ¿estas dos coordenadas, modernismo y poesía, serían una suerte de “desvío” deliberado del lugar común de considerar la literatura colombiana exclusivamente como narcoliteratura o literatura de la violencia?

–Uno de los mayores logros del modernismo es su apuesta por la autonomía del arte y, en este sentido, su defensa del valor estético. Los modernistas poseen un rasgo fundamental que yo sigo sin hesitaciones: su preocupación por una escritura poética que es, a la vez, consciente de una particular búsqueda de la belleza. Esta empresa, cuyo objetivo fue la necesaria secularización del arte, se hizo en en un contexto excesivamente nacionalista, y se vio como una posición escapista. Se creía que los modernistas desdeñaban los contornos de la identidad americana. Pero, en realidad, no la menospreciaron sino que la estaban ampliando de modo inquietante. Luego esa actitud reaccionaria ante las aventuras del cosmopolitismo modernista cambió un poco, y las tendencias nativistas abrieron sus puertas a esas propuestas de un lenguaje poético. Ahora bien, las nuevas tendencias de la literatura colombiana, país muy golpeado, social y literariamente, por las diversas formas de la violencia –se habla de una narrativa de la sicaresca, de una narcoliteratura o de una paraliteratura, en el sentido del paramilitarismo– pueden leerse como una extensión contemporánea de esa literatura regional. Y en cierta medida en Colombia este tipo de literatura es tomada como un producto de las letras locales. El gran problema es que casi toda esta literatura es de muy mala calidad, y está permeada de principio a fin por demandas comerciales. Yo sigo esperando la gran novela sobre todas esas formas de la violencia colombiana. A excepción quizás de una muy buena novela como La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, lo otro que se ha escrito hasta el momento me parece bastante menor, por no decir mediocre.

-¿Qué significa escribir en Colombia en relación con la tradición? ¿Se tiene en cuenta la tradición? Te lo pregunto porque a veces se tiene la impresión equivocada de que García Márquez surgió por generación espontánea. ¿Se parte de la tradición?

–Al morir García Márquez hubo voces, provenientes del mundo del periodismo, que dijeron que antes de García Márquez la literatura colombiana era la patria boba. Un comentario así no sólo desconoce el rico y siempre interesante horizonte de la narrativa colombiana, sino que piensa, equivocadamente, que la literatura de un país sólo es su narrativa. Antes de García Márquez no sólo estuvieron grandes narradores sino que también estuvieron los poetas León de Greiff y Aurelio Arturo, los ensayistas Baldomero Sanín Cano, Rafael Maya y Fernando González, por citar algunos nombres más. El otro error es seguir creyendo que García Márquez es hijo solo de Faulkner y Hemingway y no ver que él, como cualquier otro escritor de su época, está enraizado en autores colombianos que le antecedieron y lo acompañaron. Creo que haría mucho bien, para cuetionar esas ingenuas ideas de la generación espontánea, releer a García Márquez con esas referencias que se llaman Tomás Carrasquilla, Luis Carlos López, José Félix Fuenmayor, Jorge Zalamea, Hernando Téllez y los poetas de la generación Piedra y Cielo. Por otro lado, si es cierto que en Colombia ha predominado en la narrativa una tradición regionalista, y que está bien enmarcada en el siglo XX con un Tomás Carrasquilla que la inicia y un García Marquez que la culmina, hay otra menos visible en la que yo me ubico. En Colombia, la patria del realismo mágico y de otros realismos sucios, violentos y urbanos, esta oposición sigue vigente. Mis novelas históricas, desde esta perspectiva, se abren al mundo, pero no por una pose de exotismo pedante, sino porque los temas que trato en ellas se avienen mejor a zonas extraterritoriales, para utilizar un término caro a George Steiner.

-Hay un perfil de narrador en Colombia, en la estela de García Márquez, que es aquel que se ha formado en el periodismo, y sin embargo, tu narrativa no sólo no está ligada al periodismo sino que parece oponerse a la idea de hacer surgir una literatura de las columnas del diario.

–Si me pidieras una breve nota biográfica, te diría que soy escritor y profesor universitario, que nunca he publicado en Gatopardo, ni en Soho, ni en Zócalo, y que jamás he escrito columnas en diarios. Un perfil así, por supuesto, espantaría a cualquier promotor, o agente, de la nueva literatura latinoamericana. Los escritores periodistas se han apoderado no solo de la revistas periodísticas, lo cual es normal, sino de las revistas literarias, de las editoriales, de los concursos literarios, de las ferias del libro, de las becas que se ofrecen aquí y allá. Y esto suscita las sospechas que, al menos en mi caso, despierta todo poder cultural entronizado. Y también representa un peligro porque, y esto lo hemos visto con claridad en los últimos años, la literatura, y particularmente la narrativa, ha llegado a empobrecerse de una forma alarmante. García Márquez, en Colombia sobre todo, es el símbolo supremo de esta nueva narrativa periodística. Un poco debido a que él creyó en las virtudes de ese tipo de literatura y otro poco porque destinó una buena parte de su fortuna a apoyarla. Pero su obra no está penetrada por las fórmulas de esa narrativa periodística.

-Es evidente que tus cuatro novelas establecen una relación estrecha con la Historia. Incluso muchas de ellas son directamente concebidas como novelas históricas. ¿Cómo pensás la Historia en relación a la ficción? ¿Es un mero telón de fondo?

–Juan José Saer, escritor que aprecio mucho, detestaba la noción de novela histórica. Sus razones son respetables y consideran la novela como lo que es: un objeto literario y nada más. Estoy de acuerdo con él. La novela histórica, y así debería leerse, es ante todo un libro de ficción. Pero también contrarío a Saer y enseño en mis cursos de literatura su novela El entenado como un caso singular, digamos anómalo, de novela histórica. De hecho, en Tríptico de la infamia hay un capítulo que dialoga con El entenado, a mi juicio una de las más inquietantes novelas históricas que se han escrito. Siempre me he considerado un escritor que escribe desde la periferia. Es decir, no solo desde ese espacio mental excéntrico que presupone escribir toda literatura, sino también desde lo que significa escribir en coordenadas ajenas a cualquier poder cultural. Por ello, por esta condición marginal que reclamo siempre a la hora del acto de la escritura, por creer que toda escritura literaria debe fundarse en la disidencia y en la rebeldía, es que me interesan las vidas ocultas que he recreado en mis novelas. El caso de Tríptico de la infamia es el más ostensible. Tres pintores, menores en el panorama de la gran pintura renacentista flamenca y francesa del siglo XVI, que intento rescatar. Vidas olvidadas, mínimamente registradas en la historia del arte y completamente invisivilizadas en la literatura. Esta oscuridad espectral es lo que más me estimuló a la hora de ponerme a rastrear sus existencias.

-Leyendo tus novelas en la estela de tu escritura poética, es evidente un trabajo esmerado con la lengua en la construcción de la voz narrativa, un rasgo que, según mi criterio, compartís con Fernando Vallejo aun cuando se trate de dos literaturas muy distintas entre sí. ¿Estás a gusto en esta inscripción o intentás salir de esa vertiente tan acendrada de la tradición literaria nacional?

–El narrador único de la obra de Fernando Vallejo se considera el último gramático que ha quedado de ese triste y criminal país llamado Colombia. Y por ser gramático esta obra tiene el sello de la excelencia estilística. Pero, al mismo tiempo, se erige como una obra surcada de perfiles agresivamente conservadores. Y es que de esas características han sido siempre los “grandes” gramáticos colombianos del siglo XIX, desde Miguel Antonio Cano y Rufino José Cuervo hasta el propio Vallejo. Notables escritores desde el punto de vista de ese “cuidado de sí”, pero retrógrados inevitablemente. Por un tiempo leí con interés a Fernando Vallejo y escribí sobre sus contornos reaccionarios, a pesar de que ese autor o su personaje ficcional nos quieran hacer creer que son herederos de Voltaire y el liberalismo de la Ilustración. Luego dejé de leerlo porque la obra de Vallejo está basada en el tema con variaciones y ese tema y sus variaciones, en los útimos lilbros, ya no tienen la gracia de las primera obras. Creo que el último Vallejo es un autor cansado y repetitivo que ya no tiene nada interesante para contar. Al principio fue un autor rebelde, fresco, muy necesario para la literatura colombiana, pero cuando sus libros y él mismo se volvieron más figuraciones públicas y asuntos de espectáculo que otra cosa, Vallejo se volvió una parte inofensiva y ornamental de esa misma sociedad de consumo. Yo lo lamento mucho, por supuesto. Porque hay libros fascinantes de este escritor y que a mí me parecen momentos altos de la literatura escrita en los últimos años en Colombia. He leído y releído sus primeras novelas, en especial su entrañable Los días azules, y encomio su biografía sobre Porfirio Barba Jacob y algunas de sus peroratas me parecen radiantes de rabia y protesta. Ahora bien, yo siempre he tratado de abordar la literatura desde el aliento poético. Sin embargo, no creo que le deba mucho a la academia colombiana. Y esos gramáticos del pasado, simplemente cuando los abordo, por razones investigativas, me ponen la carne de gallina. Considero que toda esa literatura conservadora, pregonadora de decencias morales y que se creyó magnánima en su tiempo, hay que leerla con guantes, con pinzas, con máscaras y llenos de sospecha. Pues no se olvide que esos gramáticos, esos escritores tan preocupados por la buena escritura, incidieron siniestramente, en tanto que fueron hombres políticos, en la conformación ideológica de esa Colombia intolerante, racista, expoliadora, elitista, ultracatólica y guerrera de la cual no hemos podido salir todavía.

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