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La misa ha terminado: la nueva novela de Álvarez Gardeazábal

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Por: Jhon Saldarriaga/ Tomado de El Colombiano/ Medellín/ Colombia. Déjeme contarle esto que es un auténtico chisme tulueño! Don Jorge Henry Isaacs, el papá del novelista, era un aventurero inglés de origen judío que vino a estas tierras buscando fortuna. Primero estuvo en Chocó y después en el Valle del Cauca. Tuvo grandes caudales, pero era jugador. Después llegó Santiago Eder con ambición de riquezas y supo que Isaacs estaba muy endeudado. Entendió que bastaba con comprar esas deudas para quedarse con todo, por muy poco. Y eso hizo”. 

Gustavo Álvarez Gardeazábal es el personaje central de Tuluá. Con quien se hable allí parece tener algo que ver con él, conocerlo, ser su amigo. El penúltimo día de Mayo, llegamos a ese municipio cuando el Sol estaba en el cenit. Habíamos dado al taxista la dirección de la casa. Notamos una leve duda sobre cuál era la carrera 24 y cuál la calle 25, si aquella o la de más allá, y como algunas cosas sí las aprendemos por cabeza ajena, recordamos el reportaje de Gonzalo Arango a Cochice Rodríguez, el ciclista, en el cual menciona que el conductor dio vueltas por un sector de Medellín buscando una dirección endiablada, hasta que el nadaísta le reveló que se trataba de la casa del deportista y, entonces sí, dio con ella de inmediato. El nuestro tampoco pensó más cuando le mencionamos el personaje. Hasta se atrevió a decir: “Vamos a ver si ya llegó de la finca, porque no sé si es desde allá o desde su casa que hace La Luciérnaga”. Cuando la vivienda, situada en mitad de cuadra, con verja y puerta de garaje, se hizo visible, añadió: “Sí está; ahí está el carro”. 

Gardeazábal, después de recibirnos en la puerta principal, nos condujo a la sala, un amplio espacio adornado con una pequeña biblioteca en la que, además de libros, había fotografías familiares. A las sillas blandas las complementaba una de madera y cuero templado. Él optó por sentarse en esta, dando la espalda a la biblioteca y dejando que dos gatos de madera se la dieran a él. Diríamos que nuestro anfitrión estaba de un humor magnífico, pero no sería exacto: cada vez que lo llamamos por teléfono para que nos dé un concepto, de literatura o de cualquier índole, para incluirlo en notas periodísticas, él siempre está de buen humor, de modo que debe ser ese su estado natural. 

Vestido con pantalón azul y camisa a rayas, con las piernas cruzadas, dijo que sabe de los judíos porque su abuelo, Marcial Gardeazábal, ayudó a la primera migración de judíos a establecerse en Tuluá. Contó risueño que ese ascendiente suyo, sin visión para los negocios, era librero en este pueblo del Valle, a pesar de que en ese tiempo había allí apenas unos diez mil habitantes y, de ellos, no más de mil sabían leer. No consiguió plata, pero cultivó su generosidad: en una carta, le propuso a su proveedor de papel, Salvador Rosenthal, residente en Hamburgo, que viniera a radicarse a este pueblo para que eludiera la persecución de Hitler a los judíos. Y eso hizo. 

Siempre nos habíamos preguntado si la formación marcadamente religiosa, primero con monjas franciscanas y luego con padres salesianos, lo hizo frío en asuntos de fe, porque, en general, nos ha parecido que quien recibe esa educación puede llegar a ser muy religioso o ateo, pero pocas veces de términos medios. Se lo expresamos. Contestó: 

“Todo lo que sé, se lo debo a las hermanas Franciscanas, que me educaron los primeros cuatro años. Eran alemanas prusianas. Me enseñaron a marchar, no como a todos los niños: izquierdo, derecho, un dos, tres, sino tirando los pies adelante, como gansos. Me enseñaron disciplina y observación, las dos cosas con las que he conseguido todo lo que tengo. 

“Los salesianos me enseñaron todo lo malo, lo que debí desechar después. Creían que cualquiera que tuviera sotana podía enseñar cualquier materia, química por ejemplo. De ahí deduce el nivel”. 

Se definió agnóstico, de modo que un cristo de la pared debía ser un adorno. 

Su abuelo fue excomulgado por monseñor Miguel Ángel Builes. “Por ahí tengo el expediente de la excomunión”. Por eso, la persecución de tal religioso a la Madre Laura Montoya la convirtieron a ella en una heroína en casa de Gardeazábal. “El 12 de mayo vi la transmisión de su canonización, desde la madrugada”.  

No parecía, pero Gardeazábal estaba nervioso. Lo confesó. Estaba a la espera de los resultados de unos exámenes médicos del corazón, palabra que no mencionaba, como si omitiendo el nombre del órgano del amor los males pudieran, al menos, atenuarse. 

“Pero ya me puedo morir tranquilo. Acabo de concluir la novela La misa ha terminado. Me faltaba mi crítica a la iglesia, ¡a mí, que lo he criticado todo! Ya la hice. No sé si se va a publicar, pero...” Afirmó que la novela ha muerto. Que escribió una “porque no hay más; no hay otro género en que la hubiera podido escribir”. 

De su obra Cóndores no entierran todos los días, señaló que toda esa historia de acciones criminales de los “pájaros”, campesinos conservadores, contra los liberales, las “viví y observé. Luego escribí el libro. Aquí lo que les duele es que yo diga las cosas”. 

Ese libro es un verdadero best seller. Se edita dos o tres veces al año y sus lectores son reales. Sin embargo, nunca se ha traducido. “Conseguí 107 ejemplares de ediciones piratas hasta que me cansé de coleccionarlos”. 

A las cuatro, hora de inicio de La Luciérnaga, el espacio radial en que participa, nos invitó a pasar a la emisora. Para ello, es preciso recorrer casi toda la casa. En un patio central vimos a sus asistentes. En una habitación siempre cerrada, habilitada como estación de radio, él fue a ocupar su sitio en el escritorio, frente a dos micrófonos y ante un computador portátil. Se puso los audífonos. En un vaso, preparó una mezcla de soda con jengibre. “Es para la voz”. 

Cerca de él había un libro de J.M. Coetzee, Desgracia, autografiado por el autor. Y más lejos, un relojito de mesa, como un despertador de caras circulares. 

Comenzó el más hondo de los silencios: como no se escucha el programa, ni siquiera a bajo volumen, quien hubiera entrado allí sin saber de qué se trataba todo eso, hubiera creído que Gardeazábal estaba loco. Lo hubiera visto riendo y hacer comentarios desarticulados, como en un monólogo absurdo: 

“¿Y es que ese Boca juega todos los días, doctor Peláez? (...) Ah, sí, doctor Peláez”. 

Iba leyendo el libreto en su computador y oyendo las ocurrencias de humoristas e imitadores. Mientras pensaba, se acariciaba la barbilla o el espacio que hay entre la nariz y la boca, con dedos de la mano derecha. 

“Doña Salud —dijo de pronto—, Martín Bala es precisamente el que trajo a los urabeños al Valle del Cauca”. 

Otra vez callado, digitó un momento, apuntó datos en un cuaderno y envió correos electrónicos. Rió de nuevo. 

De pronto, oprimió el interruptor de un timbre instalado en el escritorio, el cual, como una chicharra, sonó en el interior de la casa, no en la emisora. Al cabo de unos segundos, apareció uno de los asistentes. Gardeazábal escribió algo en un papel y se lo entregó. Le pedía que trajera dos libros. 

Faltando unos minutos para las cinco, se quitó los audífonos, se puso de pie y salió con nosotros de la habitación. 

“Acabó el primer bloque; siguen las noticias y después el segundo bloque del programa”. Dijo que está contento en La Luciérnaga. Que a quién le ofrecen trabajo a los 60. Que no tenía experiencia en radio, pero así es todo lo suyo. 

Mientras recorremos el camino hasta la puerta, volvió a hablar de Jorge Isaacs. “Los dos novelistas del Valle tenemos mucho en común”. Como el autor de María, renegó de Cali: “La primera vez que saqué la cabeza, casi me la cortan. A sus dos grandes novelistas, Isaacs y yo, nos han perseguido. Por eso, cuando necesito algo de ciudad grande, voy a Pereira o Medellín. Las vidas de Isaacs y yo son paralelas”.

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