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Cantos de linyeras y de mendigos errantes

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(Recuerdos fragmentados de una familia que cantaba)

Por: Reinaldo Spitaletta

En casa se solía cantar. Porque sí o porque no. Mamá era la voz cantante principal (“café cantante, para el caminante”, decía a veces, cuando servía provocativos tintos), con gracia, con un ingenio tal vez aprendido en colegio de monjas, o en las floridos corredores de su casa paterna, en una tupida vereda de Rionegro. Tenía una voz delgadita, pero sin chillidos, sopranesca, casi de coloratura. Y sus días pasaban de acá para allá en la casa. El patio era tal vez su lugar preferido para entonar canciones de Margarita Cueto y Juan Arvizu, más bien músicas tristonas, con letras más tristes todavía.

Papá, por el contrario, cantaba canzonettas napolitanas, tangos de Gardel y, sobre todo, guarachas de Daniel Santos. “El bobo de la yuca se quiere casar…”, y de pronto pasaba a una más romántica, como “Yo, para querer, no necesito una razón…”, al hombre le sobraba mucho corazón; y en la radio sintonizaban, el uno y la otra, programas con cantantes como Carlos Julio Ramírez y Pedro Vargas. Mamá siempre buscaba canciones líricas, como aquella de “canta, mendigo errante, cantos de tu niñez…” o con trozos de otras zarzuelas, como la del Soto del Parral (“Dónde estarán nuestros mozos / que a la cita no quieren venir…”).

Y sobre esa que me parece que interpretaba Alfredo Kraus, que ella cuando estaba de ánimos bajos decía, o mejor dicho, vocalizaba con una dramatismo doloroso que nos ponía a mis hermanos y a mí los cabellos y los nervios de punta, y el estómago (por lo menos el mío) vibraba como si estuviera pidiendo comida, “…ya que nunca tu patria volverás a ver. Hungría de mis amores / patria querida, / llenan de luz tus canciones / mi triste vida”.

Aquella canción me instigaba a imaginar lejanas tierras, desconocidas para mí, inquietantes como las de Hungría y Bulgaria y Rumania, y a pensar en los que se quedaban sin adónde ir, o, de otra manera, sin poder volver a su pago querido, “canta vagabundo, tus miserias por el mundo”, y entonces me parecía ver al que iba, sin parar, sin sosiego, cantando por no llorar, el despatriado, que claro que yo no sabía para esos días qué diablos era no tener patria, porque lo que de ella sabíamos era lo que nos enseñaban las maestras sobre Bolívar y el Bárbula y el creador de la bandera tricolor, el venezolano Miranda, y sobre otras cabezas y patillas y charreteras de próceres de papel.

Creo que le gustaba cantarla a mamá cuando estaba aburrida y quería hacerlo saber. O tal vez, deseaba transmitir, o, de otro modo, contaminarnos con su tedio y le aumentaba el volumen a su voz de tiple: “canta vagabundo tus miserias por el mundo que tu canción quizá el viento llevará hasta la aldea donde tu amor está”, y de pronto soltaba un sollozo, quebrado y medido, como si con ello nos quisiera hacer llorar.

Digo que en casa se cantaba porque sí o porque no. En los días de vacaciones, mamá se llenaba de músicas de musgos y pinares. A veces, se dejaba venir con una que decía “Quisiera ser el aire, que llena el ancho espacio / quisiera ser el huerto, que esparce suave olor…” y cuando llegaba a la partecita que dice “hurí tan hechicera” a mí la palabreja me quedaba sonando. Un día le pregunté su significado pero no me supo decir nada, o sí dijo cualquier mamarracho verbal, por salir del paso: “hurí debe ser alguna mujer de la calle”, me dijo una vez, sin convicción.

Y cuando las vacaciones se estaban acabando, en la víspera se iba por todos los cuartos, entonando una canción que me llegó a poner no solo nervioso, sino rabioso, y que años después supe que tenía música de la ópera, bueno, de una parte de la ópera El elíxir de amor, de Donizetti: “Cual bandada de palomas que regresan al vergel, hoy volvemos a la escuela, anhelantes del saber…”. Lo hacía con maldad, con sonrisitas de burlas, con un rictus de labios que parecía gozar porque a nosotros nos había llegado la hora de volver a madrugar y no estorbar más en la casa por tanto tiempo, según dijo un día, y de dejarla a ella consigo misma, seguro cantando sus pasillos dolorosos como aquel de “Nadie me espera” o como “La tristeza está en mí…”.

Con el tiempo, supe que aquella canción húngara (Canción del vagabundo) hacía parte de una zarzuela de José Serrano, llamada Alma de Dios, y que no cantaba nada conectado con la Primera Guerra Mundial, tiempo aquel cuando hubo vagabundos por doquier, gentes que huían, gentes que se quedaban sin patria, sin retorno, sin familia, sin nada. De todos modos, me parecía y me sigue pareciendo una canción depresiva, de esas que bajan los ánimos o que producen ganas de tomarse un trago fuerte para asimilar el golpe: “Es caminar siempre errante mi triste sino / sin encontrar un descanso en mi camino”.

Con los días, comenzó a sonar en los traganíqueles del barrio una canción que me llamó la atención por sus expresiones extrañas, algunas nada entendibles para un adolescente de esquina, que tenía al fútbol y al “estar andando la calle”, como decía mamá, como aficiones primordiales. El cantante parecía del montón, pero la letra y de pronto hasta la música, tenían una atracción tremenda, bueno, digo para mí, que empecé a relacionarla con el vagabundo húngaro.

La palabra que me sonsacó fue “linyera” y me gustaba porque debía de ser algo a alguien que no se aferraba a nada, un ser libre, uno sin ataduras. Tenía un aire irreverente, una especie de reto, de desafío, y aquello para un adolescente parecía atractivo, como una pillería que se podía hacer sin miedos ni remordimientos. “Cuando se asoma alegre el sol / sobre los campos del talar / junto a la vía / van los linyeras”.

Después, la canción tenía variaciones, muy rápidas y más atrayentes todavía: “Llevando como el caracol / la casa a cuestas y al azar / van los gitanos / todos los días”. No había duda: era una canción de libertad, de solturas, con alas: “Ellos no saben del dolor / y en cada boca hay un cantar / que a gritos dicen / sus alegrías / indiferente al amor / y en el eterno trajinar / ellos desechan / melancolía”.

Había una filosofía de vida, de comportamientos. Una guía. Eso lo pensaba tal vez, o sería después de los años, pero la canción me gustaba, era como una revelación, como la apertura de un enigma. Mamá nunca la cantó, creo que ni se la aprendió. A mí la parte que más me gustaba era la que decía, o mejor dicho, dice: “linyera soy / corro el mundo y no sé a dónde voy / linyera soy / lo que gano lo gasto o lo doy / no sé llorar / ni en la vida deseo triunfar / no tengo norte / no tengo guía / para mí todo es igual”.

Sí, había lo que después supe: una actitud anarquista, de desprendimiento, de vivir sin afanes y sin apegos a lo material. Era una canción que producía imágenes, que se oponía a lo establecido, a la normalidad, a lo que yo veía entonces en las calles y los barrios: hombres que iban a las fábricas, mujeres que iban a las factorías o a los almacenes, todos esclavos del tiempo, de los pitos de aquellas empresas que convocaban al rebaño a la jornada laboral. La canción me sugería que no había que gastarse la vida trabajando, ni encerrado en los muros de los talleres.

Muchos años después, tras escuchar una versión de un roquero-tanguero argentino, Daniel Melingo, me volvieron las viejas imágenes de aquellos días de juventud, cuando de las pianolas de los bares brotaban los gitanos, los gitanillos (ah, sí, había otro que cantaba “los gitanillos tenemos todos la cara alegre y el cuerpo loco…), y yo ya había experimentado la filosofía del linyera. Supe que en la Argentina, tras las depresiones económicas del capitalismo, después de aquellas crisis de espanto, con hambrunas y desempleos, en los trenes de carga se colaban personas que buscaban trabajo. Iban a otros pueblos como cosecheros o como empacadores de cereales. Como peones o labradores.

Quizá inspirados en esa visión de trashumantes, como los que de otra manera y en otra geografía aparecen en Las uvas de la ira, de John Steinbeck, Ivo Pelay y Antonio Lozzi, autor y compositor, crearon La canción del linyera como testimonio de unos días pesados, que produjeron hombres sin arribismos ni vanidades, que iban con su casa a cuestas por los caminos de la libertad. O en búsqueda de ella.

Y así, el vagabundo húngaro y el linyera argentino se me juntaron en la memoria, no como una nostalgia, sino como una porción de vida intensa, en la que había una señora y un señor que cantaban, porque sí, porque no, canciones de Italia, de Hungría, de México, de Ecuador, de Argentina… Cantos de pena y de alegría, en los que se ensartaban huríes delicadas y apetitosas del jardín de las delicias, olorosas a incienso y azafrán, con hombres sin tierra y sin futuro.

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