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"Purity", última novela del polémico escritor Jonathan Franzen

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Por Luis Hernán Castañeda / Tomado de La República / Perú.

Reseña del libro del escritor estadounidense, quien ganó el National Book Award 2001 con su libro "Las correcciones".

Purity (New York: Farrar, Straus and Giroux, 2015), la reciente novela de Jonathan Franzen, no ha sido para mí un amor a primera vista. Ni siquiera sé si ha sido un amor; se parece más a un descubrimiento áspero, precario, al que es necesario aferrarse para que no se desvanezca. Al principio, uno se queja de que la prosa sea rebuscada y fatigosa; el ingenio, superficial y repetitivo; los personajes, planos y mecánicos; el argumento, inverosímil y ostentoso; y el gusto por “lo actual”, “la tecnología y sus descontentos”, palmario y desvergonzado. Sin embargo, se sigue leyendo contra la corriente, porque Purity sabe seducir, sabe hacer grandes promesas y, hacia el final –espléndido, creo yo–, también cumplir varias de ellas: justo las suficientes para que la lectura haya valido la pena, o casi. Pasadas las primeras cien páginas, los personajes se juntan, la trama explota y la novela adquiere forma, revelándose como lo que es: una sátira del mundo contemporáneo, la sociedad estadounidense y la Internet, con sus retóricas vacías, sus engaños fundamentales, sus villanos y víctimas. Una novela titulada Pureza que invoca sin temor el fantasma de Great Expectations está obligada a la ironía, efecto que logra y redondea una vez reunidos los dos protagonistas: Purity “Pip” Tyler, joven de 24 años y buen sentido moral, y Andreas Wolf, doble de Julian Assange cuyo Sunlight Project parodia la megalomanía y la oscuridad de los leakers.

Pip Tyler es una chica normal, pobre y desorientada, que acaba de terminar la universidad y debe, como la mayoría de sus jóvenes compatriotas estafados por el sistema, una suma exorbitante y precisa: $130,000 dólares. Tiene, además, una madre excéntrica que se niega a revelarle la identidad de su padre y que actúa, cuando no está inmersa en la meditación, como una niña asustada. Perdida y curiosa, superada por sus daddy issues y decidida a conocer su origen, Pip acepta una extraña –y no desinteresada– invitación de Wolf, oscuro genio nacido en la República Democrática Alemana, para hacerse pasante en su organización, que sobrevive en Bolivia bajo el amparo de Evo Morales. El deseo de Pip, fomentado por Wolf, es utilizar al Sunlight Project para rastrear a su padre y así despejar la cortina de humo creada por mamá, la hippie escapista. Pip busca la verdad, la pureza, la transparencia, mientras que la vida de Wolf, un psicópata brillante y seductor y criminal, reposa en una gran mentira. Hacia este padre sustituto y fraudulento, sujeto manipulador y carismático –pero no muy perspicaz, pues comete errores imperdonables y necesarios para el avance de la trama–, gravita Pip Tyler, presa de un lento y elaborado juego de seducción que es de lo mejor de la novela.

Los últimos capítulos de Purity están llenos de emoción y pericia. Franzen le da un giro a su ironía preliminar, puesto que es a través de ese padre imperfecto, ese engañador profesional que Pip buscaba como garante improbable de la verdad, que la verdad total termina siendo revelada, con toda su dureza y su maravilla. La proyección paterna de Pip es el callejón sin salida que, gran paradoja de este libro, lleva a romper el laberinto de la familia. A través de un mal padre, el epítome de los malos padres, se hace trizas la inocencia y se ingresa a la adultez, que es también la decepción: Pip aprende entonces que las patrañas de papá y mamá, mentiras piadosas y relatos incompletos y versiones limpias, purificadas y silenciosas, son máscaras que inventamos para nosotros mismos, nuestras pasiones y debilidades; aprende también que los padres crecen, se transforman, aprenden, pero nunca dejan de ser quienes son, infinitamente interesantes y aburridos. Conocerse a uno mismo y conocer de verdad a los otros es tan difícil, parece decir esta novela, como tropezar con un billón de dólares. Pero para llegar a este punto, Franzen se toma su tiempo, despliega largamente sus piezas y abusa del lector con una gran seguridad; luego paga muchas de sus deudas al mismo tiempo y demuestra de qué estaba hecho. Para ser un escritor tan contemporáneo, sus ritmos y paciencias no son de este siglo.

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